lunes, 18 de julio de 2011

“Uno puede estar solo mientras alguien lo acaricia”

Yo la esperaba en el bar Los Sueños Compartidos, ella corría con sus tacos altos para alcanzar el subte y no llegar tarde. Castaño su pelo y sus ojos, con las piernas más enteras que jamás haya visto y podido comparar. Era una chica algo dura, pero sensible, de rostro provocativo.

Una cuadra antes de llegar al bar, se soltaba el pelo, acomodaba el cuello de su camisa, su falda y su pañuelo rojo, se pintaba los labios y se ponía el perfume de los jazmines recién cortados que tanto me gustaba. Todo lo hacía sin que yo lo supiera, para parecer más natural y hermosa de lo que ya era.

Trabajaba en una empresa que fabricaba todo tipo de frascos, de plástico y de vidrios. Era la recepcionista del lugar, la cara visible para amar y odiar, para insultar y halagar, la única mujer que deslumbraba a los clientes.

Vivía con sus padres y dos hermanos en Almagro. Estudiaba medicina y hacía cursos de inglés y francés. Se vestía como una señora de 30, pero tenía 23.

La conocí en el bar Los Sueños Compartidos. Ella estaba sentada leyendo Una sombra ya pronto serás. En la mesa de al lado, un pareja con las manos entrelazadas sobre la mesa, se juraba amor eterno. En la otra estaba yo, con el diario en la mano y los ojos en su figura.

Le pregunté la hora y la felicité por la elección del libro. Ella sonrió y me dijo que eran las cinco y cuarto. Su voz era tan fuerte que me estremecí, no supe qué decir. Le pedí permiso para sentarme a su lado, ella no lo pensó y, detrás de su libro, asentó con su cabeza. Cuando cerró el libro, lo guardó en su cartera, y me dijo que sólo se quedaría 15 minutos más, porque tenía compromisos pendientes.

Victima de los halagos y la envidia, con un cuerpo esbelto y encantador. No merecía ser de uno, sino de todos, como lo son los sueños. Tuvo amores casuales, compartidos y efímeros. No le conocí un novio, aunque una vez me dijo: “Uno puede estar solo mientras alguien lo acaricia”.

En el bar, solíamos hablar de los poemas de Borges, de las letras sufridas de los cantantes ingleses, de las novelas sublimes de Soriano, de los colores del Surrealismo, de todo lo que el arte nos brindaba por ese entonces.

Eran dos horas que se terminaban siempre cuando más queríamos quedarnos. Hicimos lo único que justificaba nuestras vidas. Con el paso del tiempo, de los cafés, de las charlas, nos dimos cuenta que ninguno podía hacer nada sin el otro.

Nunca nos dimos un beso, ni siquiera cuando se lo pedí. Preferimos vernos y charlar, imaginar cómo seríamos en distintos ámbitos de la vida y soñar con la fantasía de romper, algún día, esa barrera y probar el dulce pecado de la pasión, porque el del amor lo vencimos sin saberlo.

Ella se iba a la facultad a las 6 de la tarde, yo, en cambio, regresaba a casa con mi mujer y mis dos hijos. Dos realidades distintas, dos vidas limitadas al amor, dos personas con temor a ser lastimadas.

Podría asegurar, hoy, aquí, ante todos, que ella, sin dudas, fue la mujer más importante en mi vida. Las cejas gruesas y largas, tenían la medida justa, formaban una curva perfecta sobre sus ojos claros. Me gustaba su risa, sus ganas de crecer y vivir, algo que con los años no pude lograr. Lo seguro ya no tiene misterio, ella sí lo tenía.

La última vez que la vi me dijo: “Cuando uno tiene un solo motivo para vivir, y ese motivo desaparece, siente que está de más”.