sábado, 30 de abril de 2011

"Me llamo Ernesto.."

Extracto del libro de memorias 'Antes del fin' (1999). El texto hace referencia a su infancia, juventud y actitud ética y política y fue publicado en EL PAÍS en enero de ese año.

Me llamo Ernesto, porque cuando nací, el 24 de junio de 1911, día del nacimiento de san Juan Bautista, acababa de morir el otro Ernesto, al que, aun en su vejez, mi madre siguió llamando Ernestito, porque murió siendo una criatura.


"Aquel niño no era para este mundo", decía. Creo que nunca la vi llorar -tan estoica y valiente fue a lo largo de su vida-, pero, seguramente, lo haya hecho a solas. Y tenía noventa años cuando mencionó, por última vez, con sus ojos humedecidos, al remoto Ernestito. Lo que prueba que los años, las desdichas, las desilusiones, lejos de facilitar el olvido, como se suele creer, tristemente lo refuerzan.
Aquel nombre, aquella tumba, siempre tuvieron para mí algo de nocturno, y tal vez haya sido la causa de mi existencia tan dificultosa, al haber sido marcado por esa tragedia, ya que entonces estaba en el vientre de mi madre; y motivó, quizá, los misteriosísimos pavores que sufrí de chico, las alucinaciones en las que de pronto alguien se me aproximaba con una linterna, un hombre a quien me era imposible evitar, aunque me escondiera temblando debajo de las cobijas. O aquella otra pesadilla en la que me sentía solo en una cósmica bóveda, tiritando ante algo o alguien -no lo puedo precisar- que vagamente me recordaba a mi padre. Durante mucho tiempo padecí sonambulismo.

Yo me levantaba desde el último cuarto donde dormíamos con Arturo, mi hermano menor, y, sin tropezar jamás ni despertarme, iba hasta el dormitorio de mis padres, hablaba con mamá y luego volvía a mi cuarto. Me acostaba sin saber nada de lo que había pasado, sin la menor conciencia. De modo que cuando a la mañana ella me decía, con tristeza -¡tanto sufrió por mí!-, con voz apenas audible: "Anoche te levantaste y me pediste agua", yo sentía un extraño temblor. Ella temía ese sonambulismo, me lo dijo muchos años más tarde, cuando me enviaron a La Plata para hacer los estudios secundarios, y ya ella no estuvo para protegerme. Pobre mamá, no comprendía, ni yo tampoco en aquel entonces, que ese tormento en gran parte era el resultado de la convivencia espartana, regida por mi padre.
La tierra de mi infancia, como un pueblo estremecido por fuerzas extrañas, se hallaba invadida por el terror que sentía hacia él. Lloraba a escondidas, ya que nos estaba prohibido hacerlo, y, para evitar sus ataques de violencia, mamá corría a ocultarme. Con tal desesperación mi madre se había aferrado a mí para protegerme, sin desearlo, ya que su amor y su bondad eran infinitos, que acabó aislándome del mundo. Convertido en un niño solo y asustado, desde la ventana contemplaba el mundo de trompos y escondidas que me había sido vedado.
De alguna manera, nunca dejé de ser el niño solitario que se sintió abandonado, por lo que he vivido bajo una angustia semejante a la de Pessoa: "Seré siempre el que esperó a que le abrieran la puerta, junto a un muro sin puerta".
Y así, de una u otra forma, necesité compasión y cariño.
Cuando me enviaron desde mi pueblo al colegio nacional de La Plata para hacer el secundario, en el instante en que me pusieron en el ferrocarril sentí resquebrajarse el suelo incierto sobre el cual me movía, pero al que aún le aguardaban peores hundimientos. Durante un tiempo seguí soñando con aquella madre que veía entre lágrimas, mientras me alejaba hacia qué infinita soledad. Y cuando la vida había marcado ya en mi rostro las desdichas, cuántas veces, en un banco de plaza, apesadumbrado y abatido, he esperado nuevamente un tren de regreso.
Entre esa multitud de colonizadores, mis padres llegaron a estas playas con la esperanza de fecundar esta "tierra de promisión", que se extendía más allá de sus lágrimas.
Mi padre descendía de montañeses italianos, acostumbrados a las asperezas de la vida; en cambio, mi madre, que pertenecía a una antigua familia albanesa, debió soportar las carencias con dignidad.
Juntos se instalaron en Rojas, que, como gran parte de los viejos pueblos de la pampa, fue uno de los tantos fortines que levantaron los españoles y que marcaban la frontera de la civilización cristiana.
Recuerdo a un viejo indio que me contaba anécdotas de sangrientas luchas y de malones, que trenzaba sus tientos con paciencia y que, cuando le dijeron que transmitirían por una radio de galena la pelea de Firpo con Dempsey, contestó: "Cuando más cencia, más mandinga".
En este pueblo pampeano, mi padre llegó a tener un pequeño molino harinero. Centro de candorosas fantasías para el niño que entonces yo era, cuando los domingos permanecía en el taller haciendo cositas en la carpintería, o subíamos con Arturo a las bolsas de trigo, y a escondidas, como si fuera un misterioso secreto, pasábamos la tarde comiendo galletitas.
Mi padre era la autoridad suprema de esa familia en la que el poder descendía jerárquicamente hacia los hermanos mayores. Aún me recuerdo mirando con miedo su rostro surcado a la vez de candor y dureza. Sus decisiones inapelables eran la base de un férreo sistema de ordenanzas y castigos, también para mamá. Ella, que siempre fue muy reservada y estoica, es probable que a solas haya sufrido ese carácter tan enérgico y severo. Nunca la oí quejarse y, en medio de esas dificultades, debió asumir la ardua tarea de criar once hijos varones.

La educación que recibimos dejó huellas tristes y perdurables en mi espíritu. Pero esa educación, a menudo durísima, nos enseñó a cumplir con el deber, a ser consecuentes, rigurosos con nosotros mismos, a trabajar hasta terminar cualquier tarea empezada. Y si hemos logrado algo, ha sido por esos atributos que ásperamente debimos asimilar.
La severidad de mi padre, en ocasiones terrible, motivó, en buena medida, esa nota de fondo de mi espíritu, tan propenso a la tristeza y a la melancolía. Pero también fue el origen de la rebeldía en dos de mis hermanos que huyeron de casa: Humberto, de quien luego hablaré, y Pepe, llamado en nuestro pueblo "el loco Sabato", que acabó yéndose con un circo, para deshonra de mi familia burguesa. Decisión que entristeció a mi madre, pero que ella sobrellevó con el estoicismo que mantuvo hasta su vejez, cuando a los noventa años, luego de largos padecimientos, murió serenamente en su cama en brazos de Matilde.
Mi hermano Pepe tuvo pasión por el teatro y actuaba en los conjuntos pueblerinos que se llamaban "Los treinta amigos unidos" y, cuando en el cine-teatro La Perla, se ponían en escena sainetes criollos, él siempre conseguía algún papel, por pequeño que fuese. En su cuarto tenía toda la colección de Bambalinas que se editaba en Buenos Aires con tapas de colores, donde, además de esos sainetes, se publicaban obras de Ibsen y una, que aún recuerdo, de Tolstoi. Toda esa colección fue devorada por mí antes de los doce años, marcando fuertemente mi vida, ya que siempre me apasionó el teatro, y aunque escribí varias obras, nunca salieron de mis cajones.
Debajo de la aspereza en el trato, mi padre ocultaba su lado más vulnerable, un corazón cándido y generoso. Poseía un asombroso sentido de la belleza, tanto que, cuando debieron trasladarse a La Plata, él mismo diseñó la casa en que vivimos. Tarde descubrí su pasión por las plantas, a las que cuidaba con una delicadeza para mí hasta entonces desconocida. Jamás lo he visto faltar a la palabra empeñada, y con los años admiré su fidelidad hacia los amigos. Como fue el caso de don Santiago, el sastre que enfermó de tuberculosis. Cuando el doctor Helguera le advirtió que la única posibilidad de sobrevivir era irse a las sierras de Córdoba, mi padre lo acompañó en uno de esos estrechos camarotes de los viejos ferrocarriles, donde el contagio parecía inevitable.
Recuerdo siempre esta actitud que define su devoción por la amistad y que supe valorar varios años después de su muerte, como suele ocurrir en esta vida, que, a menudo, es un permanente desencuentro. Cuando se ha hecho tarde para decirle que lo queremos a pesar de todo y para agradecerle los esfuerzos con que intentó prevenirnos de las desdichas que son inevitables y, a la vez, aleccionadoras. Porque no todo era terrible en mi padre, y con nostalgia entreveo antiguas alegrías, como las noches en que me tenía sobre sus rodillas y me cantaba canciones de su tierra, o cuando por las tardes, al regresar del juego de naipes en el Club Social, me traía Mentolina, las pastillas que a todos nos gustaban.
Desgraciadamente, él ya no está y cosas fundamentales han quedado sin decirse entre nosotros; cuando el amor es ya inexpresable, y las viejas heridas permanecen sin cuidado. Entonces descubrimos la última soledad: la del amante sin el amado, los hijos sin sus padres, el padre sin sus hijos. Hace muchos años fui hasta aquella Paola de San Francesco donde un día se enamoró de mi madre; entreviendo su infancia entre esas tierras añoradas, mirando hacia el Mediterráneo, incliné la cabeza y mis ojos se nublaron.
Ya nada queda de la pensión de la calle Potosí donde una tarde, traída por un buen amigo, llegó Matilde, de diecinueve años, huyendo de un hogar en que se la adoraba, para venir a juntarse en una piezucha de Buenos Aires con esta especie de delincuente que era yo. Para luchar en la clandestinidad contra la dictadura del general Uriburu, por un mundo sin miseria y sin desamparo. Una utopía, claro, pero sin utopías ningún joven puede vivir en una realidad horrible. Allí, muchas veces soportamos el hambre, cuando compartíamos un poco de pan y mate cocido, salvo en los días de suerte, en que la generosa doña Esperanza, encargada de la pensión, nos golpeaba la puerta para ofrecernos un plato de comida.
En esos tiempos de pobreza y persecución se desencadenó una grave crisis, y finalmente, mi alejamiento de aquel movimiento por el que tanto había arriesgado.
Los miembros del Partido, que, por supuesto, vigilaban cualquier "desviación", advirtieron en mí ciertos indicios sospechosos. En conversaciones con camaradas íntimos, yo sostuve que la dialéctica era aplicable a los hechos del espíritu, pero no a los de la naturaleza, de modo que el "materialismo dialéctico" era toda una contradicción. Alguien que no haya conocido a fondo la mentalidad del comunismo militante podría pensar que eso no era grave, cuando en rigor era gravísimo para los dirigentes, que consideraban un delito separar la teoría de la práctica. Sería largo de explicar en qué fundamentos me basaba, lo único que puedo decir es que esto sucedió hacia 1935, y que muchos años más tarde, en un encuentro teórico realizado en la Mutualité de París, se debatió ese problema entre grandes filósofos como Sartre y otros, y se sostuvo precisamente lo mismo.

Sea como fuere, aquella hipótesis era arriesgadísima porque el marxismo-leninismo estaba codificado de una manera férrea e inapelable. El Partido -palabra que siempre se escribía con mayúscula- resolvió mandarme por dos años a las Escuelas Leninistas de Moscú, donde uno se curaba o terminaba en un gulag o en un hospital psiquiátrico. Sin duda habría acabado en uno de esos campos de concentración, dada la convicción profunda que tenía sobre ese disparate filosófico. Por el espíritu de sacrificio que reinaba en los militantes, Matilde aceptó tristemente mi viaje a la Unión Soviética por dos años -y quizá para siempre-, quedando ella oculta en casa de mi madre.
Antes de ir a Moscú debía pasar por el Congreso contra el Fascismo y la Guerra, que presidía en Bruselas Henri Barbusse, organizado por el Partido y bajo su riguroso control. El viaje partía de Montevideo, yo atravesé de noche el delta del río de la Plata, en una lancha de contrabandistas, para luego seguir en barco, con documentos falsos, hasta Amberes; y finalmente, en tren hasta Bruselas. Allí tuve la oportunidad de escuchar a gente de la Schutzbund, de Austria, y a militantes que venían de Alemania, donde el hitlerismo estaba en ascenso. Me pusieron en un cuarto de los llamados Auberges de la Jeunesse junto a un compañero que conocí con el nombre supuesto de Pierre. Era un dirigente del Comité Central de la Juventud Francesa, de ciega obediencia a la teoría, lo que me hizo poner en guardia, porque en el Partido no se cometían esa clase de equivocaciones; aquel muchacho militante luego cayó en manos de la Gestapo y fue muerto tras salvajes torturas.
En uno de esos diálogos que teníamos antes de dormir surgió una discusión, y cometí el peligroso error de manifestar mis dudas sobre aquel problema filosófico. A la mañana siguiente le dije a mi compañero que me dolía el estómago y que iría en cuanto me aliviara el dolor. Después de una hora o más, cuando consideré que él no volvería, arreglé mi valijita y me escapé a París en tren. Ya habían comenzado los "procesos" del siniestro imperio estalinista, y apenas tuve esa conversación con Pierre comprendí que si iba a Moscú no volvería jamás. Todos los diálogos, las experiencias que conocí a través de militantes de otros países, acabaron por agrietar ya en forma irreversible la frágil construcción que en mi mente se vino abajo.
Como había ido a Bruselas ya con graves dudas sobre la dictadura de Stalin, en Buenos Aires, un amigo, ex simpatizante del Partido, me había dado la dirección de un trotskista argentino director de un semanario francés, que años más tarde moriría en un tanque en tiempos de la guerra civil española. Él me puso en contacto con un portero de la École Normale Supérieure, ex comunista, que me ofreció dormir en su cuartucho, en una de esas grandes camas de París. Como no había calefacción y el frío era intenso en aquel 1935, además de las mantas, nos cubríamos con una cantidad de L"Humanité.

Durante el día deambulaba a la deriva por las calles de París, sin llegar a ver hacia qué tierras me arrastraría el naufragio. Hasta que una tarde entré en la librería Gibert, del Boulevard Saint-Michel, y robé un libro de análisis matemático de Émile Borel y escapé con él escondido en mi sobretodo. Recuerdo aquel atardecer gélido de invierno, leyendo los primeros fragmentos, con el temblor de un creyente que vuelve a entrar a un templo luego de un turbio periplo de violencias y pecados. Aquel sagrado temblor era una mezcla de deslumbramiento, de recogida admisión y de una paz que hacía tiempo anhelaba mi espíritu: el orbe matemático me llamaba a sus puertas por segunda vez.
De regreso en el país, espiritualmente destrozado, me encerré en el Instituto de Físico-Matemática, y en pocos años terminé mi doctorado. Allí me preparaba casi a diario para resistir los insultos y los agravios por mi "traición" al comunismo, cuando en rigor era todo lo contrario. El gran traidor fue ese hombre monstruoso, ex seminarista, que liquidó a todos los que habían hecho verdaderamente la revolución, hasta alcanzar en el extranjero al propio Trotsky, uno de los más brillantes y audaces revolucionarios de la primera hora, asesinado en México por los hachazos estalinistas.
Los excluidos no tienen justicia que los defienda. He ido a la villa treinta y uno, de Retiro, para solidarizarme con los sacerdotes que ayunan en repudio por la crueldad con que se pretendió echar a la gente, derribando sus precarias construcciones con salvajes topadoras.
Al regresar a casa, durante la noche he podido ver por televisión cómo se agredía a unos obreros que se negaban a desalojar una fábrica, golpeados con violencia, tratados como delincuentes por una sociedad que no considera un delito negarles a los hombres su derecho al trabajo; expropiándoles, incluso, hasta las pocas leyes laborales que los protegían.
También he visto a la policía corriendo con palos y tanques hidráulicos a vendedores ambulantes, en lugar de encarcelar a los que se están robando hasta las últimas monedas y tienen dinero y poder para comprar a esa justicia que cae con despiadada dureza sobre un pobre ladrón de gallinas. Como el muchacho que me escribió desde una cárcel cordobesa pidiéndome un ejemplar del Nunca más autografiado. Mientras ese hombre estaba preso por un delito menor, en un gesto aberrante se puso en libertad a los culpables de haber desangrado a la patria.
Con gran amargura, la tarde en que escuché la noticia de los indultos, me encerré en mi estudio sin deseos de ver a nadie, mientras volvían a mi mente las imágenes del horror, aquellos escenarios del suplicio.En los años que precedieron al golpe de Estado de 1976 hubo actos de terrorismo que ninguna comunidad civilizada podría tolerar. Invocando esos hechos, criminales de la más baja especie, representantes de fuerzas demoniacas, desataron un terrorismo infinitamente peor, porque se ejerció con el poderío e impunidad que permite el Estado absoluto, iniciándose una caza de brujas que no sólo pagaron los terroristas, sino miles y miles de inocentes.
Cuando el país amaneció de esa pesadilla, el presidente Alfonsín, en su condición de jefe supremo de las Fuerzas Armadas, ordenó a los tribunales militares enjuiciar a los culpables de ese histórico horror. Luego, como estatuye la Constitución, el fuero civil daría la última palabra. Finalmente se nombró una comisión de civiles que, a través de una investigación paralela, aportó pruebas a la labor de los tribunales.
El horror que día a día íbamos descubriendo dejó a todos los que integramos la Conadep, la oscura sensación de que ninguno volvería a ser el mismo, como suele ocurrir cuando se desciende a los infiernos. Siempre recordaré la entereza ética y espiritual de las personalidades de la ciencia, la filosofía, varias religiones y el periodismo, que integraron la comisión.
El informe era transcripto por dactilógrafas que debían ser reemplazadas cuando, entre llantos, nos decían que les era imposible continuar su labor. En más de cincuenta mil páginas quedaron registradas las desapariciones, torturas y secuestros de miles de seres humanos, a menudo jóvenes idealistas, cuyo suplicio permanecerá para siempre en el lugar más desgarrado de nuestro corazón.
El terrorismo de Estado provocó también la destrucción de las familias de los desaparecidos. Padres y madres, en su atormentada fantasía, enterraron y resucitaron a sus hijos, sin saber, siquiera, la monstruosa realidad. Será difícil calcular cuántos padres murieron o se dejaron morir de angustia y de tristeza, cuántos otros enloquecieron. Como ocurrió con Miguel Itzigson, mi gran amigo, que en sus años finales tuvo como único objetivo recuperar a su hija, lograr alguna vez la verdad y la justicia. Pero el enfrentamiento con aquel horror, hecho de la crueldad de unos y la indiferencia de otros, acabó quebrando su admirable temple. Se dejó morir de tristeza.
El día en que la Conadep entregó el informe al presidente de la nación, la plaza de Mayo desbordaba de hombres, mujeres, jóvenes y madres con sus criaturas en brazos, que de ese modo daban su apoyo a aquel acontecimiento fundamental de nuestra historia. Ya que Nunca Más deberíamos reiterar los hechos que nos hicieron trágicamente famosos, cuando la prensa del mundo entero escribía en castellano la palabra "desaparecido".
Lamentablemente, las leyes de Obediencia Debida y de Punto Final, y luego los indultos, han abortado aquella voluntad soberana que hubiese sido un ejemplo de lucha ética, que hubiera tenido consecuencias ejemplares para el futuro de nuestra patria. Porque la tragedia que vivió la Argentina no será olvidada jamás por los que poseen un corazón noble; no sólo por quienes han presenciado aquel infierno, sino también por la condena de todos los seres de conciencia del mundo. Como lo demuestra la investigación que en otros países llevan adelante seres como el juez Baltasar Garzón, con quien estuve durante mi último viaje a España. La sangre, el horror y la violencia cuestionan a la humanidad entera, y nos demuestran que no podemos desentendernos del sufrimiento de ningún ser humano.


1911 - 2011

jueves, 28 de abril de 2011

Certificado de garantía

Posibilidades son las que nunca le faltaron, sin embargo, la imprudencia del desgano le ganó de mano y le impidió progresar en su hazaña por conquistar el mundo entero. Cómo explicar que tan temible agonía fue la que lo hundió en la irreparable certeza de que vinimos a esta vida a sufrir y a encontrar un poco de felicidad en algunos momentos de nuestras vidas, las cuales sólo permanecerán en nuestra mente, pero jamás en nuestros corazones.

Eso era lo que él creía, que todo ya estaba escrito para ser olvidado después de un sin fin de ambigüedades.

A los 84 años es muy difícil cambiar de opinión, optar por aceptar las opiniones del resto y dialogar con alguien que entienda más del psicoanálisis que el mismísimo Freud. Y eso era lo que pensaba el abuelo de Fermín. Un hombre robusto y malhumorado que discutía hasta en los cumpleaños.

Resultaba molesto tener que salir con él a pasear, porque siempre se quejaba de lo mal que funcionan las cosas en el país, de la desmedida riqueza de los gobernantes y de la ingratitud de algunos pobres que pedían una limosna y no agradecían cuando se las daban.

Padre de 8 hijos, 6 hombres y 2 mujeres, y abuelo de 6 niños, 5 niñas y Fermín. El trato con su nieto varón era especial y poco entendible por el resto de la familia. No podían creer cómo un hombre testarudo se sentía tan a gusto con un chico de 12 años.

Fermín salía del colegio y corría a la casa de su abuelo. Almorzaban juntos y a la hora de la siesta en vez de descansar sus cuerpos decidían dar un paseo por el parque. El niño se quitaba el uniforme, tomaba el bastón del abuelo y lo esperaba en la puerta.

El paseo se disfrutaba, nadie los apuraba, ni siquiera la tarea de Fermín, ni los llamados desesperados de sus padres preguntando si su hijo estaba ahí, con él. Mientras otros morían entre sueños, ellos resucitaban en cada paso, sin dejar de sonreír y agradecerle al sol por su calor y al viento por su aire fresco.

Cuando cumplió 13 años, Fermín no quiso una fiesta de cumpleaños, tampoco regalos. Pidió pasar el día con su abuelo. Nadie entendía por qué, pero así fue. El sábado, muy temprano, el abuelo lo pasó a buscar y lo llevó a pescar.

El pequeño quería ser tan listo como su abuelo, le gustaba su barba blanca y se reía del poco cabello que tenía en la cabeza y de los ridículos anteojos que llevaba puestos, pero cuando se deba cuenta que él, un día, también iba a estar de la misma forma, dejaba de burlarse.

El tiempo transcurría rápido y las ganas del abuelo duraban sólo un rato. Pasó la primavera en la cama y al comienzo del verano, quiso levantarse. El cuerpo cansado del que renegaba a diario no lo dejaba bañarse ni vestirse solo. Así fue como la muerte le avisaba que pronto vendría a buscarlo para llevarlo a un lugar difícil de imaginar.

Las advertencias fueron varias y el abuelo lo aceptó. Mandó a llamar a Fermín y con un hilo de voz le dijo: “Ha llegado el momento”.

Las fuerzas de su pequeño cuerpo se desvanecieron dejándolo de rodillas al hombre que le enseñó a pescar, a tomar café y a vivir esperando que algo mejor suceda. Intentó respirar, pero tembló de dolor. Su miedo siempre fue estar solo en la vida y estar sin su abuelo era vivir sin nadie.

Mientras el abuelo se despedía del resto con las últimas palabras, Fermín lo abrazó y le pidió que no se fuera, que se quedara con él, que si no podía ser así, entonces ,que se lo llevara a él también.

Fueron las horas más difíciles para Fermín. Recordó las tardes de ajedrez y las caminatas que terminaban en la cafetería de los bosques rojos.

El papel listo para ser leído, las luciérnagas iluminando la cálida noche y el sufrimiento de Fermín a punto de escaparse por sus ojos en forma de lágrimas. La lectura del testamento reunión a toda la familia y acrecentó la falsedad.

Todos, incluidos el gato del abuelo, escucharon a quién le correspondía cada pertenencia. El pequeño no entendió nada y se fue a su habitación a leer la carta que su abuelo le había dejado. Al abrirla encontró fotos, billetes de todos los colores y varias hojas sueltas. Leyó cada línea con detenimiento y lloró hasta desgarrarse de amor. Guardó el sobre en su mesita de luz y se acostó deseando que al despertar todo sea menos doloroso.

"Mi querido y adorable amigo... A partir de hoy estaremos más unidos que nunca. Porque lo raro no será que tú no me veas, lo raro será que no me encuentres en las tardes de invierno. Yo estaré ahí, caminando a tu lado ¿Quién dijo que esto iba a ser fácil? Cuando sientas que nadie te comprende lee una vez más esta carta, tal vez así encuentres consuelo..."

lunes, 25 de abril de 2011

Ana no lo vio nacer

Ella se siente sola. Está más triste de lo que piensa y no cree que pueda volver amar. Sueña con una familia llena de hijos, pero sabe que por el aborto que le practicaron hace unos meses no podrá ser madre.

-Miento si digo que lo quería tener, pero también miento si te digo que estoy feliz por lo que hice- Asegura mientras toma el último sorbo del café doble que se pidió.

Tiene 17 años y una vida llena de malos momentos. Todo comenzó cuando lo conoció a Hernán, un chico cuatro años mayor que ella.

-Fue un flash cuando lo conocí. Es el hermano de una de mis compañeras del colegio y el único novio que tuve... Para que me entiendas, fue el primero y el último, porque me lastimó tanto que ya no tengo ganas de sufrir por otro hombre-.

Hernán tenía 18 y ella 14. Él fue quien le enseñó a fumar, a tomar cerveza, fernet y vino. También le mostró que además de amor hay pasión y que a veces la adrenalina está en hacer cosas prohibidas.

-Toda su familia tienen causas por robo, asesinato y uno de sus tíos por violador- Lo dice consciente de cada enumeración, pero destaca que su ex novio era diferente.

-Él se quería salir de toda esa porquería. Me pidió más de una vez que no me metiera y yo, sin embargo, preferí seguirlo- Dice que Hernán es un chico bueno y que si hoy está preso es por culpa de su padre, quien lo metió en el mundo del delito cuando tenía 12 años.

-A el viejo le convenía mandarlo a él que era menor. Es un tipo que siempre se lavó las manos. Para que te des una idea: Una vez entregó a su hija, la mayor, diciendo que ella era la que mandaba a los pibes del barrio a robar. Todo para que no lo metieran preso a él- La bronca que sale por su boca muestra el repudio y el dolor que le provoca hablar de su ex suegro.

Ella tiene un papá, una mamá y dos hermanos. Vivía en una casa en la que nunca le faltó ropa limpia y nueva. Tampoco le faltaron caprichos por cumplir, ya que al ser la única hija mujer, era la consentida de Oscar, su padre.

-Tengo una familia de oro. Ellos no tienen la culpa de que yo me haya metido en las malas-.

Ella es adicta al paco. Tiene cinco tatuajes y siete aritos en cada oreja. El color de su pelo no lo recuerda, se lo cambió varias veces. Pasó por el colorado, el caoba, el rubio ceniza y terminó con el negro azulado. Es delgada, alta y con curvas que merecen un halago.

-Me tendrías que preguntar qué drogas no probé. Con Hernán nos pasábamos horas fumando y tomando menjunjes que le enseñaron a preparar los pibes con los que se juntaba-.

Le cuesta reconocer que todo lo que hacía era por los demás y no por ella misma. -Sí, era muy chica y para mí él era un dandy. Yo creía que él se las sabía todas, que era el hombre más fuerte e importante de todos, porque lo veía como muy masculino, lleno de atributos...-.

Hernán la llevó a los lugares más lindos y a los que ella nunca hubiese ido sola. Antes de que la policía lo arrestara por entrar a la casa de uno de sus vecinos a robar electrodomésticos, dinero y joyas, él le prometió que se casarían, tendrían seis hijos y se irían a vivir al sur.

-Esa noche fue hermosa, hicimos el amor soñando tenerlo todo, pero al otro día él cayó preso y yo me quedé sola y embarazada-.

Cuando se enteró que estaba en la dulce espera, ella maldijo a Hernán y después a su fertilidad. Pensó en guardar el secreto hasta que se pudiera quitar al hijo que llevaba algo más que su sangre, pero para eso necesitaba dinero y un contacto.

-Hernán me llevó a un lugar en el que te internan un par de horas hasta que te lo sacan- Ella habla de su bebé como si fuera un estorbo, no le guarda ni una cuota de cariño, sólo resentimiento y desgracia. -No lo quería y no lo quiero- Repite cuando le preguntan por su hijo.


-Mirá, muchas veces se me vienen las imágenes a la cabeza. Abortar no es nada lindo, ¿si? Pero yo no estaba preparada para ser madre y esa fue la salida más rápida que tuve y hoy pago por ese error, porque las marcas me van a quedar para toda la vida-.

Ella no quiere saber nada con los hombres. Desmiente todo lo que dicen en el barrio de su ex novio. Admite que siempre quiso tener una familia grande, con niños corriendo por la casa y con un perro.

A Hernán no lo ve desde aquel 14 de junio, fecha en la que cayó preso, tampoco ve a su familia. Vive con sus abuelos lejos del barrio que la vio nacer, crecer, enamorarse, sufrir y desaparecer. El amor le regaló una vida, pero ella no lo quiso así. Ahora vive en la desventura del camino del olvido. Ya no tiene sueños, pero quiere tenerlos algún día.

-Eduardo Galeano dice que "aunque no podamos adivinar el tiempo que vendrá, lo que tenemos, al menos, es el derecho de imaginar el que queremos que sea”-.




martes, 19 de abril de 2011

Belén y su campera de jean

A veces duerme de costado y otras tantas sentada en el sillón de su abuela. No conoce lo que es un huevo de pascua ni una torta de cumpleaños. Dice que no tiene remedio, que su humildad la hizo vivir de su padre muchos años y se lamenta por no haber podido perdonar a su madre cuando la abandonó. Maldice no saber nada de la vida y aclara que aún así es feliz.

-Los días los paso encerrada cuidando a mi abuela- Está pendiente de lo que necesita Noly, una mujer de 83 años que la cuidó desde pequeña.

-Yo le debo mucho a ella. Fue la mamá que nunca tuve... Me llevaba a la escuela, al médico, y se desvivió por hacerme una persona buena-.

Ella tiene el pelo lacio y negro, sus ojos verdes parecen dos uvas dulces y sus labios, resecos por el frío, simulan ser una frutilla cortada a la mitad. Sueños son lo que le sobra, le falta concretarlos y sentirse una mujer realizada.

-Cuando pasa una chica linda, bien vestida, me quedó como una boba mirándola hasta que se pierde. Siento su perfume y lo retengo en mi nariz para no olvidarlo más- Tiene 19 años y un cuerpo esbelto. Viste una campera negra, un pantalón de corderoy marrón y zapatillas de lona gastadas.

-Envidio las cosas que tienen las chicas de mi edad porque nunca las tuve, pero agradezco ser lo que soy porque nunca necesité de eso para ser feliz- dice con la voz lastimada por los años de sufrimiento.

Cuenta que la ropa que lleva puesta la encontró en una bolsa, cerca de la iglesia, y que nunca tuvo una campera de jean. -Calzado nunca me faltó, ropa tampoco, siempre me las rebusqué para vestirme bien y no pasar por indigente. Mi papá dice que mientras uno esté limpio, no hay nada de malo en tener que vestirse con prendas que otros no usan más... porque es como un préstamo o un regalo, ¿no? Depende como se lo toma cada uno- Más allá de sus palabras, ella quiere y sueña con esa campera de jean.

-¿Sabes dónde la vi? En una revista que encontré tirada en la calle. La modelo era alta y muy flaca. La campera era azul, la más linda que vi en toda mi vida- Eso fue lo que nunca le dijo a su padre.

-No se lo puedo decir... porque él se va a sentir re mal, si no me la puede comprar- Roberto trabaja en un laboratorio; se encarga de limpiar y ordenar los depósitos. Tiene 49 años y poco pelo en la cabeza. Es el único hijo de Nely y el único hombre de la casa.

-Mi papá es una persona increíble. Trabajó toda su vida, pero nunca estudió. Por eso me insiste tanto para que siga con mi carrera... Si la termino va a ser por y para él-.

Está cursado el primer año de la carrera de Recursos Humanos. Dice que por ahora viene bien con las materias, que entiende todo lo que le enseñan y que “si Dios quiere, será la primera vez que toque el cielo con las manos”.

Cuando le hablan de hombres, ella piensa en los besos de Osvaldo. Siente que él fue su gran amor y protesta cuando la contradicen. Nunca tuvo un amor prohibido, tampoco una relación.

-El amor es un lío hermoso. Yo amé hasta desmayarme del dolor ¡Enserio!- Y tiene razón. Cuando se enteró que Osvaldo se iba a vivir a otro país, ella lloró, pataleó y gritó tanto que sus fuerzas se acabaron y su cuerpo se desvaneció.

-Ese fue el día más triste de mi vida, y mirá que las pasé feo. Osvaldo fue mi primer sueño hecho realidad. Lo conocí en la escuela y desde entonces nunca nos separamos. Yo tenía 14 y el 17- Habla de él y su mirada se pierde en los recuerdos de los años vividos a su lado.

-Él ahora debe estar mejor, seguro hasta tiene plata y ya se compró la moto que me había mostrado- Osvaldo tenía planes a futuro y cuando cumplió los 18 hizo todo lo posible para conseguirlos.

-Me pidió que me fuera con él, pero yo no estaba preparada. Además, mi abuela está muy delicada de salud y mi papá me necesita- Ella nunca piensa que su bienestar. Dice que antes está su familia.

Con su pelo opaco y su peinado desprolijo asegura que le duele no saber nada de su madre y que le cuesta perdonarla. Pero que si algún día la conoce le va a decir todo lo que sufrió. -Lo único que sé de ella es que se llama Victoria y que tiene la misma edad que mi papá, 49-.

No se siente discriminada por ser pobre, porque tampoco se siente pobre.

-No sé lo que es un huevo de pascua ni una torta. Jamás me festejaron un cumpleaños y no culpo a mi papá por eso, es más, le pido todos los días a los ángeles del cielo que me ayuden para poder darle una buena vida a las dos personas que más amo-.

Y una buena vida no es una vida llena de lujos, es una vida con la comodidad de dormir en un colchón, de comer cuatros veces por día, de terminar de revocar las paredes de su cuarto, de tomar el colectivo para ir a la universidad y de ponerse la campera de jean antes de salir de su casa.

-Esta es mi vida, la quiero así. Le cambiaría algunas cosas y para eso necesito plata. Pero el resto lo dejo como está- Ella tiene las manos paspadas de tanto lavar ropa con agua fría. Las tiene moradas y lastimadas. Se encarga de limpiar y ordenar su humilde y pequeña casa.

Vive sus 19 años con alegría y rencor. Ama a su padre y abuela. Dice que el presente importa más que el futuro y se asegura de cumplirlo al pie de la letra. Quizás mañana las cosas cambien para ella y pueda comprarse la campera de jean.