jueves, 30 de agosto de 2012

Gritando en silencio

- ¿Alguna vez pensaste en el amor?
- Pensar, ¿Cómo?
- Digo, si se te ocurrió cómo es el amor, en qué se basa. Eso.
- No.
- Lo supuse.

Volver para encontrar lo mismo. No podía dejarlo todo así porque sí, pero tampoco podía buscar lo que nunca antes tuve. Adopté a la ilusión como la prueba de la verdad. Tal vez fue eso lo que me mantuvo quieta, con la misma percepción.

El 12 de mayo cumplimos 10 años de casados. En ese tiempo planeamos tener 6 hijos, comprar una casa grande con un jardín aún mayor, tener 2 mascotas (un gato y un perro), plantar un naranjo y podar el pasto cada 3 meses. Pero nada de eso sucedió. ¿Por qué será que lo que uno planea con tanta anticipación y amor pocas veces se cumple?

Durante muchos meses di vueltas en la cama buscando la manera menos dolorosa para decirle que todo había terminado. Lo más triste es que yo no quería despertar en una habitación sin sus caricias.

Tuvimos años de pura gloria, de un amor adolescente que no entendía de la rutina ni de los tiempos discontinuos. Y también tuvimos años difíciles, de esos que no se pueden contar sin sentir una presión en el pecho, una angustia que te hace llorar.

Ahora estoy indignada, desbastada y confundida. En ese orden. Sólo a mí se me ocurre alejarlo de mi vida. Es algo de lo que no me puedo retractar porque una vez que hiera su corazón jamás volveremos a ser una pareja. Pasaremos de ser dos que se hicieron uno, a ser uno que se convirtió en la mitad de lo que alguna vez fue. Difícil reconocerlo, pero es aún más doloroso sentirlo.

Fue en la madrugada del 18 de mayo, seis días después de nuestro aniversario, el día que decidí afrontar la realidad. Me temblaban las piernas, tenía las manos sudadas y el corazón a punto de salir por mi boca.

Lo encontré sentado, leyendo un libro de Kundera. Le dije hola, con la voz temblorosa, él respondió con un gesto. Fue ahí cuando supe que debía decirle todo lo que me estaba pasando.

Se lo dije y prendió un cigarrillo. Cerró el libro, se levantó del sofá y me dijo: ¿Qué? Respondí: "Lo que escuchaste, que siento que no estamos bien". Me dio la espalda, murmuró algo que no pude escuchar y encaró para la cocina. Lo seguí con la mirada y le grité: ¡Quiero que nos separemos!

Nadie me conocía como él. Sabía cuáles eran mis secretos, mis manías, mis miserias, mis sueños. Me escuchaba, me abrazaba cuando lo necesitaba y me decía que era la mujer más hermosa de la tierra.

Él siempre se mostraba firme, resuelto, sin problemas. Me enamoró su temperamento, la capacidad que tenía para hacerme reír, el talento que tenía en la cama y por sobre todas las cosas, lo humano que era.

Pero con el tiempo todo eso se fue esfumando. Tenía muchos inconvenientes en su trabajo, no se hablaba con sus padres y vivía diciendo que las cosas algún día iban a cambiar. El deseo de tener un hijo se convirtió en una necesidad, en un motor para reconstruir la pareja. Y así pasamos meses y años queriendo ser padres. Días de suspenso y momentos de consuelo mutuo.

Éramos inestables, como el clima en agosto. Un día nos besábamos con pasión, otros para recordar cuál era el sabor de nuestros labios. Dejamos de hacer el amor con frecuencia, lo que terminó por cansarme. Él estaba negado a reconocer su comportamiento poco afectuoso y yo estaba enferma de pasión, de ganas de tocarlo y hacerlo suspirar.

Habían pasado más de 10 años y nuestros cuerpos seguían sintiendo lo mismo. Tuve que decirle que necesitaba estar sola para pensar y entender por qué no quería seguir luchando por nuestro matrimonio.

Y así fue. Me mudé a un departamento pequeño que quedaba a 5 cuadras de la Avenida Cabildo. Él se quedó en la casa un par de meses. Después la vendimos y cada uno siguió por su lado.

Es el día de hoy que me pregunto por qué no me llamó más, por qué ni siquiera se despidió con un beso, por qué no me dijo que él también sufrió la separación.

Quizá lo que más me duele es que él no haya hecho nada para recomponer las cosas. Tal vez nunca sintió que tuvo culpa alguna en la separación, porque yo siempre asumí todas las responsabilidades.

Espero volver a verlo. Fue el amor de mi vida, el único hombre por el que daría una y otra vez mi vida. Y aún así, prefiero tenerlo lejos, para amarlo a la distancia, porque lo tuve mucho tiempo cerca y lo sentía tan frío que sólo quería que se fuera para poder extrañarlo y sentirlo mío. Pero no quiero que me olvide, no quiero que se vaya del todo.

- ¿Alguna vez pensaste en el olvido?
- ¿Hablás de olvidar a alguien?
- No.
- ¿Y, de qué estás hablando?
- De la soledad.

Uno comprende lo difícil que es la vida cuando deja de estar enamorado.

jueves, 26 de enero de 2012

Verte llegar

Era una tarde de verano, enero si mal no recuerdo. El poste de luz a punto de caer, la última nube a punto de desaparecer. El perro a mi lado, tirado con la panza llena y agitado por el calor. La dueña de la casa no paraba de limpiar, el patio, la cocina, los muebles del comedor, las alfombras de las habitaciones, el baño, las cortinas. El dueño no estaba. La casa era grande pero pocos la habitaban.

El perro y yo disfrutábamos de la música que transmitía la radio del pueblo. Mi estado de ánimo me provocaba dolor, no tenía ganas de hablar, comer ni rezar. Aunque la dueña de la casa me lo demandaba, sabía que en realidad no lo iba a hacer.

La tarde se fue y el perro se echó en el portón, lejos de mi mal humor. Comenzó a garuar y todos en la casa se disponían a preparar la cena. La lluvia regó el árbol y las plantas que tanto cuidaba la dueña de la casa. Después de comer, salí a mirar las estrellas pero no las encontré. Todos habían terminado con las tareas del hogar y el silencio que circulaba por el lugar me tiró en la cama y el cansancio hizo lo suyo durmiéndome.

Al día siguiente me levanté, corrí las cortinas y abrí la ventana de par en par. Alcé los brazos dejando salir un suave bostezo. La dueña de casa ya había comprado el pan, limpiado el patio y cortado el pasto. El calor sofocaba toda la tarde, por eso todas las tareas se hacía temprano. No recuerdo un día que en la casa se hayan levantado tarde, a eso de las 9, como yo lo hacía. Ellos madrugaban, comenzaban con los quehaceres a las 6 de la mañana.

Eran tiempos difíciles, me costaba salir al mundo y eso a la dueña de la casa no le gustaba. Me retaba y de vez en cuando me aconsejaba, pero no sabía como librarme de mi mala suerte.

Estaba solo, esperando la llegada del invierno. El perro nunca ladraba, siempre se echaba en la puerta y esperaba que el dueño de la casa le devolviera la felicidad. Todas las mañanas eran iguales, la dueña me despertaba para que ordenara los platos y vasos limpios que quedaron de la noche anterior, después se iba a regar sus hermosas rosas y el perro salía corriendo por miedo a ser mojado.

Para ese entonces ya me había enamorado de mil mujeres con mil miradas distintas. Eran tiempos difíciles y enamorarse era un tema serio, de pocas palabras y mucha pasión.

La dueña de la casa arreglaba los trajes, de los patrones de su hija, para tener unos pesos extras. Usaba polleras de colores, largas hasta los tobillos y cuando terminaba de limpiar toda la casa se quitaba las chinelas y andaba descalza. Tenía el pelo ondulado, corto hasta los hombros. Las canas mostraban que además de años tenía experiencia.

Cuando ella murió, el perro la acompañó tres días más tarde. Las hijas de la dueña de la casa se fueron a vivir a la capital, no soportaban su ausencia, ver sus objetos, sus rincones por limpiar, su olor, su enorme casa descuidada.

Yo preferí quedarme. Tenía que aguantar tanto abandono porque al fin y al cabo el dueño de la casa estaba próximo a llegar.