jueves, 13 de octubre de 2011

El oficio de vivir

No puedo dejar de recordar aquella frase que me llegó al corazón: "Cuando pierdes una oportunidad, ganas una lección".

Si la lección fuera reflexionar ante el error, estoy dispuesta a dar las gracias, a dejar de pensar en lo que pudo ser y no fue, porque cada paso que damos tiene que ser con nuestro consentimiento.

Ya lo dijo Paulo Coelho: "Deja de pensar en la vida y resuélvete vivirla".

En primer lugar, le quiero agradecer a las oportunidades perdidas, porque fueran ellas las que me obligaron a comprender que la palabra tarde tiene que desaparecer de mi vocabulario. No podemos dejar pasar aquello que nos hace sentir plenos, que nos cambia para bien, que nos convierte en una persona poderosamente feliz.

A las relaciones difíciles que nos enseñan a valorar el amor. Porque todos los sentimientos que uno deposita en una relación tarde o temprano confluyen al dolor de la perdida. Y siempre es preferible amar, porque es ahí donde se encuentra el significado de la vida.

Al engaño y a la mentira que te marcan como huella al cemento, que te decepcionan y te derrumban. Les agradezco porque ya no me resulta extraño, frustrante y netamente doloroso. Uno termina aprendiendo de aquello que hace mal, de todo lo que lastima, que cuesta superar, pero que finalmente afronta con aplomo.

A las buenas intenciones que no dan fruto, pero que terminan dejando lo esencial de cada persona: la solidaridad por el otro. No hay que ser sabio para entender que las cosas buenas sólo llegan cuando obramos con buena fe, con la única intención de dar amor por el simple hecho de sentirlo.

A los consejos que se manifiestan tarde y con un “yo te avisé”. Porque si bien uno ya sabe que cometió un error y no quiere que se lo recuerden, merece ser castigado con un argumento más sustentable y acorde al desacierto. Todo para no volver a caer en la misma equivocación.

Al orgullo que me llenó de poder, pero no de libertad. Oculté mis sentimientos, llene los buenos momentos de excusas y disfruté de la vida con límites. Comprendí tarde que el orgullo está vacío de sentimientos.

A la espera, al olvido, a los recuerdos, que me obligaron a recordar con nostalgia los momentos vividos, a soñar con un mañana mejor, a esperar que tarde o temprano suceda y no quede en el olvido. Porque nunca perdí las esperanzas.

Y al final, al amor que te sostiene, te enamora, te apasiona. Dicen que el amor es ciego. También dicen que uno tiene que amar con todo el cuerpo, con todos los sentidos, con todos los estados de ánimos y con todo el corazón. Y claro, ahora entiendo porqué uno termina por cansarse, angustiarse y lastimarse.

Gracias a todas esas cosas “malas”, no tan buenas, escasas, aprendí que uno puede esperar siempre lo mejor, pero nunca debe aferrarse a ellas porque caerá al precipicio del olvido. Uno tiene que saber que todo pasa por algo y que no tiene que encontrar la repuesta o justificación de por qué es bueno o malo. Simplemente tiene que vivir.

"Hay que saber perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quienes se atreven", Charles Chaplin.

sábado, 24 de septiembre de 2011

La triste sonrisa

Sentí el calor de sus manos. Tapó mis ojos y me dijo al oído “hay cosas que no se pueden explicar”.
Nunca antes lo había dicho. Traté de recordar cuáles fueron sus últimas palabras de felicidad, pero fue inútil. Hacía tiempo que ya no creía en los milagros, se resigno, no quiso sufrir, no quiso luchar.

-“No digas que me rendí. Por más que así sea, no lo digas”.
Toqué sus finos dedos y en mi rostro se dibujo una sonrisa. Mostré los dientes como nunca antes. Estaba feliz y al mismo tiempo triste. Ella había vuelto, no para quedarse, sino para despedirse.

Temblé, lloré por dentro, fingí estar pleno. "Es inevitable. Ni tú ni yo podemos salvarlo”. Quise responder, pero no pude. Me sentí un cobarde, un tonto víctima de la esperanza. Sólo pude decir: “Siempre se puede hacer algo, hasta en lo peores casos se puede”. Y éste era el peor, sin excepción.

Sentí cómo la sangre circulaba por mis venas, un escalofrío recorrió mi frente y mis manos. Comencé a sudar, a desvanecerme con el simple hecho de pensar que dejaría su hogar para ir en busca de otro. Había esperado tanto ese momento, verla por última vez, saber cómo estaba, si me extrañaba. “Quedate un segundo, necesito tenerte cerca”, dije con tono desesperado. Sabía que no dependía de ella, pero necesitaba decírselo.

- “Esto es lo mejor, ya no habrá más dolor. Nada nos va a separar”.

Su voz era dulce y suave. “Quiero que me olvides, que pienses en tí, en tu felicidad. Yo estaré bien”. Con sus palabras quería engañarme para que no sufriera. Pero como ella mismo me dijo “es inevitable”.
El día había llegado y yo no estaba preparado para afrontar ningún reto, menos para tomar decisión alguna que me condenara al desamor. Los primeros fueron días de intensa lucha, de un dar sin recibir nada bueno a cambio. Agotamos todas nuestras fuerzas, pero yo no perdía las esperanzas de que un milagro sucediera.

Ella sabía que me estaba condenando al olvido, a vivir sin amor, a sentir sólo el dolor de la pérdida. ¿Cómo se explica tanto sufrimiento? ¿Cómo se hace para sacar los recuerdos del corazón?

Yo estaba dolorosamente lastimado, tenía el corazón vacío por culpa del abandono. ¿Quién me dará el abrazo más sincero y fuerte? ¿Cuánto tiempo me llevaría aprender a vivir solo?

Pero ni ella ni yo teníamos las respuestas. Yo había sentido por primera vez el dolor del silencio, las penas del recuerdo y la intensas ganas de tenerla conmigo.

- “Tienes que dejar de aferrarte a los recuerdos”, me dijo.
- “No puedo... Aquí me quedaré”.

- “No te engañes más, ya no te mientes. Tú mejor que nadie sabes que me iré para siempre”.

- "Lo sé, pero vivirás en mi corazón por el resto de mis días. Será difícil no amarte".


- "Tus días son millones de estrellas encendidas en busca de felicidad... No dejes que se apaguen".

- "Me duele perderte".

- "A mí también".

lunes, 18 de julio de 2011

“Uno puede estar solo mientras alguien lo acaricia”

Yo la esperaba en el bar Los Sueños Compartidos, ella corría con sus tacos altos para alcanzar el subte y no llegar tarde. Castaño su pelo y sus ojos, con las piernas más enteras que jamás haya visto y podido comparar. Era una chica algo dura, pero sensible, de rostro provocativo.

Una cuadra antes de llegar al bar, se soltaba el pelo, acomodaba el cuello de su camisa, su falda y su pañuelo rojo, se pintaba los labios y se ponía el perfume de los jazmines recién cortados que tanto me gustaba. Todo lo hacía sin que yo lo supiera, para parecer más natural y hermosa de lo que ya era.

Trabajaba en una empresa que fabricaba todo tipo de frascos, de plástico y de vidrios. Era la recepcionista del lugar, la cara visible para amar y odiar, para insultar y halagar, la única mujer que deslumbraba a los clientes.

Vivía con sus padres y dos hermanos en Almagro. Estudiaba medicina y hacía cursos de inglés y francés. Se vestía como una señora de 30, pero tenía 23.

La conocí en el bar Los Sueños Compartidos. Ella estaba sentada leyendo Una sombra ya pronto serás. En la mesa de al lado, un pareja con las manos entrelazadas sobre la mesa, se juraba amor eterno. En la otra estaba yo, con el diario en la mano y los ojos en su figura.

Le pregunté la hora y la felicité por la elección del libro. Ella sonrió y me dijo que eran las cinco y cuarto. Su voz era tan fuerte que me estremecí, no supe qué decir. Le pedí permiso para sentarme a su lado, ella no lo pensó y, detrás de su libro, asentó con su cabeza. Cuando cerró el libro, lo guardó en su cartera, y me dijo que sólo se quedaría 15 minutos más, porque tenía compromisos pendientes.

Victima de los halagos y la envidia, con un cuerpo esbelto y encantador. No merecía ser de uno, sino de todos, como lo son los sueños. Tuvo amores casuales, compartidos y efímeros. No le conocí un novio, aunque una vez me dijo: “Uno puede estar solo mientras alguien lo acaricia”.

En el bar, solíamos hablar de los poemas de Borges, de las letras sufridas de los cantantes ingleses, de las novelas sublimes de Soriano, de los colores del Surrealismo, de todo lo que el arte nos brindaba por ese entonces.

Eran dos horas que se terminaban siempre cuando más queríamos quedarnos. Hicimos lo único que justificaba nuestras vidas. Con el paso del tiempo, de los cafés, de las charlas, nos dimos cuenta que ninguno podía hacer nada sin el otro.

Nunca nos dimos un beso, ni siquiera cuando se lo pedí. Preferimos vernos y charlar, imaginar cómo seríamos en distintos ámbitos de la vida y soñar con la fantasía de romper, algún día, esa barrera y probar el dulce pecado de la pasión, porque el del amor lo vencimos sin saberlo.

Ella se iba a la facultad a las 6 de la tarde, yo, en cambio, regresaba a casa con mi mujer y mis dos hijos. Dos realidades distintas, dos vidas limitadas al amor, dos personas con temor a ser lastimadas.

Podría asegurar, hoy, aquí, ante todos, que ella, sin dudas, fue la mujer más importante en mi vida. Las cejas gruesas y largas, tenían la medida justa, formaban una curva perfecta sobre sus ojos claros. Me gustaba su risa, sus ganas de crecer y vivir, algo que con los años no pude lograr. Lo seguro ya no tiene misterio, ella sí lo tenía.

La última vez que la vi me dijo: “Cuando uno tiene un solo motivo para vivir, y ese motivo desaparece, siente que está de más”.

sábado, 25 de junio de 2011

El amor después del olvido

Hay una frase de Julio Cortázar que él me decía: Siempre fuiste mi espejo. Para mirarme, tuve primero que mirarte. Muy pocas cosas recordaba, y esas palabras tan sentidas y bellas, me llenaban el corazón".

Ella recuerda con lujo de detalles aquel 17 de marzo. “Me citó en un parque que hoy ya no existe. Cuando llegué lo vi de traje, me pareció raro, pero jamás se me cruzó por la cabeza que me iba a ofrecer casamiento. Se arrodilló y me dijo: “Mi querida Sandra, ¿aceptas casarte conmigo?”. Yo me quedé dura y muda. Le dije que sí con lágrimas en los ojos”.
Fueron padres un año más tarde. Primero un nene, luego una nena. Educaron a sus hijos con la mejor enseñanza y se desvivieron por cumplir cada uno de sus deseos. Continuaron construyendo el amor que siempre los caracterizó. Eran dos adolescentes que se amaban en cualquier lugar.
“Teníamos una complicidad que lo podía todo”.
Trabajaron muy duro para comprarse una casita en el barrio de Colegiales. Se privaron de vacaciones y de los lujos innecesarios.
“Fue duro, pero no nos importó. Sabíamos que si poníamos un poco cada uno, lo íbamos a conseguir antes de lo pensado. Y así fue”.
Todo lo hacía juntos, iban a hacer las compras, llevaban a los chicos al colegio, compartían los domingos de misa, salían a caminar todas las mañana. Eran inseparables.

Los años comenzaron a pasar con una frecuencia desmedida. Los chicos crecieron, se casaron y se fueron de la casita de Colegiales. Ellos se quedaron solos. Ella más enamorada que nunca, él un poco más reticente. Tiempo más tarde, el alzheimer les robaría el amor.
“Cuando él se olvidó del nombre de sus hijos y de sus películas favoritas, supe que de mí también se olvidaría. Pero tardó en desprenderse de sus sentimientos”.
Habla de la perdida progresiva de la memoria de su marido con seriedad y cariño, una mezcla que surge de la comprensión.
“Sufrís cuando ya no te reconoce. El proceso del olvido no es la resignación, es el recuerdo. Volvés al pasado y revivís cada uno de los momentos más felices de tu vida. Lo hacés para no llorar, para inmortalizar ese momento”.
Ella utiliza palabras desgarradoras, sensibles, llenas de emoción. Suspira en cada recuerdo, está cansada y le pesan los años. Sin embargo, no se detiene a pensar, a sentir, a llorar. Lo prefiere así, lo necesita así.

Junto a su libro La memoria está en los besos, permanece en silencio. Cuando lo termina de leer lo aferra contra su pecho, dejando la tapa al descubierto para que todos aprecien que lo que lleva entre sus brazos, más que un libro, es su salvación.

No se resignó, no, tampoco se dio por vencida, simplemente vive del pasado, de los recuerdo, y se refugia en otro tiempo. “Aprendí a ver más allá de mi horizonte”, repite con la voz entrecortada.

Hoy él ya no está, aunque para ella dejó de existir el verano pasado, cuando le preguntaba quién era él, ellos y ella, cuando no la miraba a los ojos, tomaba su mano y le pedía un beso. Él se fue y se llevó años de felicidad y dolor, de dedicación y nostalgia, de amor y olvido, de tristeza y melancolía.
“Mis hijos me dicen que done su ropa, sus libros, sus objetos personales, pero yo no puedo. Tengo que conservar todo lo que le pertenecía”.
En la casita de Colegiales sólo quedan plantas, libros, diarios viejos y un sin fin de cosas que ella no tira por miedo a perder los últimos recuerdos del amor de toda su vida.

Jamás dudé de su amor. Él no se acordaba de mí, eso pasaba en su cabeza, pero nadie pudo borrar ese sentimiento de su corazón. Por eso digo que él no me olvidó”.

jueves, 19 de mayo de 2011

Emily: "Tengo la peste del insomnio"

¿Tres deseos? Dejame ver... Tener sueños, eso pediría. Quiero soñar más seguido- Ella se define como un personaje atípico. Dice que no le teme a la muerte, que su vida está llena de sorpresas y disparates, que no entiende de frustraciones ni miedos, porque sólo le interesa disfrutar de cada momento como si fuera el último.

Su pelo castaño oscuro, sus ojos negros y su nariz pequeña le dan a su cara un estilo definido y envidiable. - Algunos me dicen que soy una gitana-.

Vive con sus dos hermanos, Eric y Matilda, en una casa de Floresta. Tiene 27 años, un perro al que apodó “Desastre” y una gata, “Duquesa”. Sus padres viven en Estados Unidos. Llegó a Buenos Aires a los 23.

- Nací acá, nos fuimos a vivir a New York cuando yo tenía 8 años. Pasé toda mi adolescencia allá y cuando terminé de estudiar les dije a mis papás que quería venir a Buenos Aires-.

Sus padres, Robert y Alexandra, al principio se negaron, pero terminaron aceptando porque su hija era una joven rebelde, terca y obstinada. -Vine a estudiar algo, no sabía muy bien qué carrera quería seguir. Todo me decía que acá estaba mi futuro- Comenta mientras se distrae con el celular.

Es traductora los fines de semana, de lunes a viernes trabaja en un colegio de Belgrano. -Me encargo de la biblioteca. Pasó las 6 horas más lindas de mi vida. Vivo entre el aroma de los libros viejos y el silencio de los escritores-.

Habla de todo, no sabe lo que es la timidez ni el pudor. Se define como la mujer más valiente, sincera y realista. Ama a los animales, a las plantas y a los bebés. Dice que hacer el ridículo no existe, que no entiende a las personas con problemas de inferioridad y que no le convencen los hombres que sonríen todo el día.

Es alta, flaca, de piel bronceada, ojos grandes y mirada profunda. Observadora, interesada en la filosofía, la historia del arte y las nuevas tendencias tecnológicas.

Amante de los mates, los bizcochitos y el lemon pie. Escucha The Crush, Pink Floyd, Metallica y a otros no tan conocidos. Su debilidad son los hombres altos, como ella, con buena dentadura. -No lo puedo evitar, lo primero que miro son los dientes-.

Está soltera, lleva dos años sin pareja. Recuerda todos los días a Manuel, su ex novio.-Fue el hombre más importante de mi vida. Él me enseñó a ver las cosas de manera positiva. Lo quise y lo quiero, es algo que lo llevo muy adentro-.

Sus problemas de insomnio comenzaron cuando dejó de verlo. Se distanciaron porque él le fue infiel y ella también. En sus 6 años de relación se pelearon más de 10 veces, pero siempre volvieron. No fue así la última vez, cuando se desearon una muerte lenta y dolorosa.

-El día que se terminó todo yo me mudé. Vivía con él en su departamento y me fui a lo de mis hermanos, que viven acá desde el 2008. No sé si es la casa o si soy yo, o si extraño dormir con él-

-Lo único que sé es que tengo la peste del insomnio. Me cuesta dormir de noche, y más me cuesta levantarme de día-.

-Traté de encontrarle un significado, pero el insomnio no lo tiene. Tampoco sé si tiene cura porque probé de todo y nada dio resultado. Seguiré dando vueltas en la cama, mirando la tele hasta las cuatro de mañana, levantándome a hacer algo para entretenerme y viviendo dormida-.

Necesita dormir porque se siente cansada, está agotada y su cuerpo se lo hace saber. Quiere soñar, tener algo con qué engañar a su insomnio.

-Cuando llega la noche me tomo el té de tilo que me recomendó mi amiga, Luz, leo un poco, prendo el televisor o enciendo el radiograbador. Hago todo con tanta rigurosidad y no logro dormir. Será cuestión de relajarme, pensar en otra cosa o dormir de día-.

-Nunca me olvido lo que me dijo un viejo amigo de mi papá: “Los seres humanos aprendemos con facilidad la mayoría de las cosas. Algo que jamás aprenderemos es a dormir bien”. Es así, por más intento y rebusque que le de al tema del insomnio no le voy a encontrar la vuelta ¿Viviré así toda la vida?

Se lo toma con humor. Se ríe al contarlo y se tapa cara cuando cree que está exagerando.

-Me voy a comprar otra cama y si con eso no funciona me mudo... Pará, también puedo probar con el psicoanálisis, ahí seguro que sale que mi problema está en el pasado vivido con Manu-.

Quizás su “problema”, como ella bien lo define, esté en que sigue aferrada a un amor que ya no tiene y que espera que regrese. O tal vez no tenga que ver con eso.

-Puede que tengas razón, eso lo voy a averiguar. Por ahora sólo puedo decir que éste es un mal que con el tiempo te empieza a destruir. Yo no se lo deseo a nadie-.

Otra solución sería volver con Manuel, pero él ya tiene con quién compartir sus horas de desvelo y también sus sueños. Mientras que ella, con su cama huérfana de compañía, transita la vida dormida.

lunes, 2 de mayo de 2011

Martín: "No olvides que te espero"

Que se odian o se aman, que se apoyan o se destruyen, que se animan o se desaniman, que se ayudan o se juzgan, esas son las relaciones de hoy en día. Pero son unos pocos los que hoy luchan de la mano, como lo hacíamos antes, para encontrar el verdadero significado del amor y de la paz.

Cuando el 17 de febrero de 1977 nos hablaron de lo importante que era olvidarse del pasado para sembrar un futuro mejor, yo sabía que nos estaban engañando. No fue fácil sobrellevar nuestros ideales y no nos quedó otra opción que ocultar nuestra esencia y ver morir y desaparecer a quienes nos enseñaron a amar.

El pueblo que atónito se vio perdido en el inventario de una nación mejor para unos pocos, fue el único que luchó, dejando sus vidas. Y aunque a ellos nadie los conoció, el pueblo los recordará porque fueron valientes.

Podríamos hablar de aquellos que jamás comprendieron el significado de la solidaridad, pero sería gastar palabras.

Para mirarse se necesita grandeza y ellos nunca la tuvieron.

Buenos Aires fue un laberinto que marcó y juzgó sólo las apariencias. Eso, eso fue lo que sucedió el 17 de febrero de 1977. Hoy tendrás que confiar en los sensibles y bañados de verdad, porque ellos serán los encargados de contarte lo que pasó esos días de verano.

El arte, las ganas de escribir y las fuerzas del pueblo fueron reconocidas años más tarde. Pero nadie podrá pagar el dolor de ser olvidado y manchado, no alcanzarán las condenas para que paguen.

Y veo como fueron sentándose en el banco de la memoria para recibir la condena de la justicia porque la de Dios ya la han recibido cuando mataron al primer hombre que sobre estas tierras profesó el cambio y la libertad.

Ya no quedará nada, los que ensuciaron nuestra Patria son los únicos que merecen recibir la condena de la soledad, porque no han sabido valorar las ideas de los otros, las grandezas, las hazañas, los triunfos, sólo han desdibujado el poder de los más jóvenes, quienes hoy, con gritos de amor, siembran en el pueblo la semilla de la paz.

Aún recuerdo como el 17 de febrero se llevaron a Elena. Ella era valiente, tenaz y curiosa. Se la llevaron para ahogar su verdad, para borrar su coraje y para hacerla fracasar en su afán de demostrar que con convicción y amor se podía cambiar la historia. Ella corrió el riesgo y estoy segura que nunca se arrepintió, porque lo hizo con total seguridad.

Tenía 29 años y estaba preparada para luchar sin importar las consecuencias. Está “desaparecida, ni viva ni muera, desaparecida”, eso fue lo que le escuché decir al canalla más grande de este país.

Y yo me preguntó ¿dónde estás, mi querida y amada Elena? En el lugar que te encuentres estoy seguro que estarás diciendo las palabras más desgarradoras y bellas que nunca antes habrán escuchado tus oyentes. Con tus ojos verdes y tus manos suaves como la primavera, andarás desparramando tus verdades y contradiciendo a quién se interponga en tu libertad, como lo haz hecho siempre.

Lamento no estar hoy contigo, quisiera tenerte entre mis brazos para darte el calor que estoy seguro has necesitado para soportar tanto abandono. Estés aquí o allá quiero que sepas que te estoy esperando para realizar juntos nuestros sueños. No pienses que soy un bobo, pero creo que amarte es la única forma que tengo para sobrevivir éstos, mis últimos años.

El manoseo que le hicieron a mi vida fue mucho más que doloroso. Me vaciaron de pies a cabeza y me robaron la razón de ser que tenía en esta vida.

Las palabras torpemente insignificantes, tratan de hacerme más fácil la estadía en este lugar. Pero como dicen los más sabios, la vida debe de continuar, porque terminará cuando dejemos de respirar.

Y yo que no recibí un perdón, sigo viviendo con los recuerdos del horror. Todas las noches antes de dormir le digo a Elena “no olvides que te espero” y cierro los ojos para imaginarla en mis sueños con su dulce sonrisa... Mientras alguien allá afuera apaga la luna por mí.

Cuánta desolación ha quedado después del horror, estábamos perdidos, sin un motivo para luchar. Han pasado mucho años y hoy sigo pensando lo mismo: Debemos luchar por nuestros ideales, pero de la única manera que lo lograremos es estando unidos.


sábado, 30 de abril de 2011

"Me llamo Ernesto.."

Extracto del libro de memorias 'Antes del fin' (1999). El texto hace referencia a su infancia, juventud y actitud ética y política y fue publicado en EL PAÍS en enero de ese año.

Me llamo Ernesto, porque cuando nací, el 24 de junio de 1911, día del nacimiento de san Juan Bautista, acababa de morir el otro Ernesto, al que, aun en su vejez, mi madre siguió llamando Ernestito, porque murió siendo una criatura.


"Aquel niño no era para este mundo", decía. Creo que nunca la vi llorar -tan estoica y valiente fue a lo largo de su vida-, pero, seguramente, lo haya hecho a solas. Y tenía noventa años cuando mencionó, por última vez, con sus ojos humedecidos, al remoto Ernestito. Lo que prueba que los años, las desdichas, las desilusiones, lejos de facilitar el olvido, como se suele creer, tristemente lo refuerzan.
Aquel nombre, aquella tumba, siempre tuvieron para mí algo de nocturno, y tal vez haya sido la causa de mi existencia tan dificultosa, al haber sido marcado por esa tragedia, ya que entonces estaba en el vientre de mi madre; y motivó, quizá, los misteriosísimos pavores que sufrí de chico, las alucinaciones en las que de pronto alguien se me aproximaba con una linterna, un hombre a quien me era imposible evitar, aunque me escondiera temblando debajo de las cobijas. O aquella otra pesadilla en la que me sentía solo en una cósmica bóveda, tiritando ante algo o alguien -no lo puedo precisar- que vagamente me recordaba a mi padre. Durante mucho tiempo padecí sonambulismo.

Yo me levantaba desde el último cuarto donde dormíamos con Arturo, mi hermano menor, y, sin tropezar jamás ni despertarme, iba hasta el dormitorio de mis padres, hablaba con mamá y luego volvía a mi cuarto. Me acostaba sin saber nada de lo que había pasado, sin la menor conciencia. De modo que cuando a la mañana ella me decía, con tristeza -¡tanto sufrió por mí!-, con voz apenas audible: "Anoche te levantaste y me pediste agua", yo sentía un extraño temblor. Ella temía ese sonambulismo, me lo dijo muchos años más tarde, cuando me enviaron a La Plata para hacer los estudios secundarios, y ya ella no estuvo para protegerme. Pobre mamá, no comprendía, ni yo tampoco en aquel entonces, que ese tormento en gran parte era el resultado de la convivencia espartana, regida por mi padre.
La tierra de mi infancia, como un pueblo estremecido por fuerzas extrañas, se hallaba invadida por el terror que sentía hacia él. Lloraba a escondidas, ya que nos estaba prohibido hacerlo, y, para evitar sus ataques de violencia, mamá corría a ocultarme. Con tal desesperación mi madre se había aferrado a mí para protegerme, sin desearlo, ya que su amor y su bondad eran infinitos, que acabó aislándome del mundo. Convertido en un niño solo y asustado, desde la ventana contemplaba el mundo de trompos y escondidas que me había sido vedado.
De alguna manera, nunca dejé de ser el niño solitario que se sintió abandonado, por lo que he vivido bajo una angustia semejante a la de Pessoa: "Seré siempre el que esperó a que le abrieran la puerta, junto a un muro sin puerta".
Y así, de una u otra forma, necesité compasión y cariño.
Cuando me enviaron desde mi pueblo al colegio nacional de La Plata para hacer el secundario, en el instante en que me pusieron en el ferrocarril sentí resquebrajarse el suelo incierto sobre el cual me movía, pero al que aún le aguardaban peores hundimientos. Durante un tiempo seguí soñando con aquella madre que veía entre lágrimas, mientras me alejaba hacia qué infinita soledad. Y cuando la vida había marcado ya en mi rostro las desdichas, cuántas veces, en un banco de plaza, apesadumbrado y abatido, he esperado nuevamente un tren de regreso.
Entre esa multitud de colonizadores, mis padres llegaron a estas playas con la esperanza de fecundar esta "tierra de promisión", que se extendía más allá de sus lágrimas.
Mi padre descendía de montañeses italianos, acostumbrados a las asperezas de la vida; en cambio, mi madre, que pertenecía a una antigua familia albanesa, debió soportar las carencias con dignidad.
Juntos se instalaron en Rojas, que, como gran parte de los viejos pueblos de la pampa, fue uno de los tantos fortines que levantaron los españoles y que marcaban la frontera de la civilización cristiana.
Recuerdo a un viejo indio que me contaba anécdotas de sangrientas luchas y de malones, que trenzaba sus tientos con paciencia y que, cuando le dijeron que transmitirían por una radio de galena la pelea de Firpo con Dempsey, contestó: "Cuando más cencia, más mandinga".
En este pueblo pampeano, mi padre llegó a tener un pequeño molino harinero. Centro de candorosas fantasías para el niño que entonces yo era, cuando los domingos permanecía en el taller haciendo cositas en la carpintería, o subíamos con Arturo a las bolsas de trigo, y a escondidas, como si fuera un misterioso secreto, pasábamos la tarde comiendo galletitas.
Mi padre era la autoridad suprema de esa familia en la que el poder descendía jerárquicamente hacia los hermanos mayores. Aún me recuerdo mirando con miedo su rostro surcado a la vez de candor y dureza. Sus decisiones inapelables eran la base de un férreo sistema de ordenanzas y castigos, también para mamá. Ella, que siempre fue muy reservada y estoica, es probable que a solas haya sufrido ese carácter tan enérgico y severo. Nunca la oí quejarse y, en medio de esas dificultades, debió asumir la ardua tarea de criar once hijos varones.

La educación que recibimos dejó huellas tristes y perdurables en mi espíritu. Pero esa educación, a menudo durísima, nos enseñó a cumplir con el deber, a ser consecuentes, rigurosos con nosotros mismos, a trabajar hasta terminar cualquier tarea empezada. Y si hemos logrado algo, ha sido por esos atributos que ásperamente debimos asimilar.
La severidad de mi padre, en ocasiones terrible, motivó, en buena medida, esa nota de fondo de mi espíritu, tan propenso a la tristeza y a la melancolía. Pero también fue el origen de la rebeldía en dos de mis hermanos que huyeron de casa: Humberto, de quien luego hablaré, y Pepe, llamado en nuestro pueblo "el loco Sabato", que acabó yéndose con un circo, para deshonra de mi familia burguesa. Decisión que entristeció a mi madre, pero que ella sobrellevó con el estoicismo que mantuvo hasta su vejez, cuando a los noventa años, luego de largos padecimientos, murió serenamente en su cama en brazos de Matilde.
Mi hermano Pepe tuvo pasión por el teatro y actuaba en los conjuntos pueblerinos que se llamaban "Los treinta amigos unidos" y, cuando en el cine-teatro La Perla, se ponían en escena sainetes criollos, él siempre conseguía algún papel, por pequeño que fuese. En su cuarto tenía toda la colección de Bambalinas que se editaba en Buenos Aires con tapas de colores, donde, además de esos sainetes, se publicaban obras de Ibsen y una, que aún recuerdo, de Tolstoi. Toda esa colección fue devorada por mí antes de los doce años, marcando fuertemente mi vida, ya que siempre me apasionó el teatro, y aunque escribí varias obras, nunca salieron de mis cajones.
Debajo de la aspereza en el trato, mi padre ocultaba su lado más vulnerable, un corazón cándido y generoso. Poseía un asombroso sentido de la belleza, tanto que, cuando debieron trasladarse a La Plata, él mismo diseñó la casa en que vivimos. Tarde descubrí su pasión por las plantas, a las que cuidaba con una delicadeza para mí hasta entonces desconocida. Jamás lo he visto faltar a la palabra empeñada, y con los años admiré su fidelidad hacia los amigos. Como fue el caso de don Santiago, el sastre que enfermó de tuberculosis. Cuando el doctor Helguera le advirtió que la única posibilidad de sobrevivir era irse a las sierras de Córdoba, mi padre lo acompañó en uno de esos estrechos camarotes de los viejos ferrocarriles, donde el contagio parecía inevitable.
Recuerdo siempre esta actitud que define su devoción por la amistad y que supe valorar varios años después de su muerte, como suele ocurrir en esta vida, que, a menudo, es un permanente desencuentro. Cuando se ha hecho tarde para decirle que lo queremos a pesar de todo y para agradecerle los esfuerzos con que intentó prevenirnos de las desdichas que son inevitables y, a la vez, aleccionadoras. Porque no todo era terrible en mi padre, y con nostalgia entreveo antiguas alegrías, como las noches en que me tenía sobre sus rodillas y me cantaba canciones de su tierra, o cuando por las tardes, al regresar del juego de naipes en el Club Social, me traía Mentolina, las pastillas que a todos nos gustaban.
Desgraciadamente, él ya no está y cosas fundamentales han quedado sin decirse entre nosotros; cuando el amor es ya inexpresable, y las viejas heridas permanecen sin cuidado. Entonces descubrimos la última soledad: la del amante sin el amado, los hijos sin sus padres, el padre sin sus hijos. Hace muchos años fui hasta aquella Paola de San Francesco donde un día se enamoró de mi madre; entreviendo su infancia entre esas tierras añoradas, mirando hacia el Mediterráneo, incliné la cabeza y mis ojos se nublaron.
Ya nada queda de la pensión de la calle Potosí donde una tarde, traída por un buen amigo, llegó Matilde, de diecinueve años, huyendo de un hogar en que se la adoraba, para venir a juntarse en una piezucha de Buenos Aires con esta especie de delincuente que era yo. Para luchar en la clandestinidad contra la dictadura del general Uriburu, por un mundo sin miseria y sin desamparo. Una utopía, claro, pero sin utopías ningún joven puede vivir en una realidad horrible. Allí, muchas veces soportamos el hambre, cuando compartíamos un poco de pan y mate cocido, salvo en los días de suerte, en que la generosa doña Esperanza, encargada de la pensión, nos golpeaba la puerta para ofrecernos un plato de comida.
En esos tiempos de pobreza y persecución se desencadenó una grave crisis, y finalmente, mi alejamiento de aquel movimiento por el que tanto había arriesgado.
Los miembros del Partido, que, por supuesto, vigilaban cualquier "desviación", advirtieron en mí ciertos indicios sospechosos. En conversaciones con camaradas íntimos, yo sostuve que la dialéctica era aplicable a los hechos del espíritu, pero no a los de la naturaleza, de modo que el "materialismo dialéctico" era toda una contradicción. Alguien que no haya conocido a fondo la mentalidad del comunismo militante podría pensar que eso no era grave, cuando en rigor era gravísimo para los dirigentes, que consideraban un delito separar la teoría de la práctica. Sería largo de explicar en qué fundamentos me basaba, lo único que puedo decir es que esto sucedió hacia 1935, y que muchos años más tarde, en un encuentro teórico realizado en la Mutualité de París, se debatió ese problema entre grandes filósofos como Sartre y otros, y se sostuvo precisamente lo mismo.

Sea como fuere, aquella hipótesis era arriesgadísima porque el marxismo-leninismo estaba codificado de una manera férrea e inapelable. El Partido -palabra que siempre se escribía con mayúscula- resolvió mandarme por dos años a las Escuelas Leninistas de Moscú, donde uno se curaba o terminaba en un gulag o en un hospital psiquiátrico. Sin duda habría acabado en uno de esos campos de concentración, dada la convicción profunda que tenía sobre ese disparate filosófico. Por el espíritu de sacrificio que reinaba en los militantes, Matilde aceptó tristemente mi viaje a la Unión Soviética por dos años -y quizá para siempre-, quedando ella oculta en casa de mi madre.
Antes de ir a Moscú debía pasar por el Congreso contra el Fascismo y la Guerra, que presidía en Bruselas Henri Barbusse, organizado por el Partido y bajo su riguroso control. El viaje partía de Montevideo, yo atravesé de noche el delta del río de la Plata, en una lancha de contrabandistas, para luego seguir en barco, con documentos falsos, hasta Amberes; y finalmente, en tren hasta Bruselas. Allí tuve la oportunidad de escuchar a gente de la Schutzbund, de Austria, y a militantes que venían de Alemania, donde el hitlerismo estaba en ascenso. Me pusieron en un cuarto de los llamados Auberges de la Jeunesse junto a un compañero que conocí con el nombre supuesto de Pierre. Era un dirigente del Comité Central de la Juventud Francesa, de ciega obediencia a la teoría, lo que me hizo poner en guardia, porque en el Partido no se cometían esa clase de equivocaciones; aquel muchacho militante luego cayó en manos de la Gestapo y fue muerto tras salvajes torturas.
En uno de esos diálogos que teníamos antes de dormir surgió una discusión, y cometí el peligroso error de manifestar mis dudas sobre aquel problema filosófico. A la mañana siguiente le dije a mi compañero que me dolía el estómago y que iría en cuanto me aliviara el dolor. Después de una hora o más, cuando consideré que él no volvería, arreglé mi valijita y me escapé a París en tren. Ya habían comenzado los "procesos" del siniestro imperio estalinista, y apenas tuve esa conversación con Pierre comprendí que si iba a Moscú no volvería jamás. Todos los diálogos, las experiencias que conocí a través de militantes de otros países, acabaron por agrietar ya en forma irreversible la frágil construcción que en mi mente se vino abajo.
Como había ido a Bruselas ya con graves dudas sobre la dictadura de Stalin, en Buenos Aires, un amigo, ex simpatizante del Partido, me había dado la dirección de un trotskista argentino director de un semanario francés, que años más tarde moriría en un tanque en tiempos de la guerra civil española. Él me puso en contacto con un portero de la École Normale Supérieure, ex comunista, que me ofreció dormir en su cuartucho, en una de esas grandes camas de París. Como no había calefacción y el frío era intenso en aquel 1935, además de las mantas, nos cubríamos con una cantidad de L"Humanité.

Durante el día deambulaba a la deriva por las calles de París, sin llegar a ver hacia qué tierras me arrastraría el naufragio. Hasta que una tarde entré en la librería Gibert, del Boulevard Saint-Michel, y robé un libro de análisis matemático de Émile Borel y escapé con él escondido en mi sobretodo. Recuerdo aquel atardecer gélido de invierno, leyendo los primeros fragmentos, con el temblor de un creyente que vuelve a entrar a un templo luego de un turbio periplo de violencias y pecados. Aquel sagrado temblor era una mezcla de deslumbramiento, de recogida admisión y de una paz que hacía tiempo anhelaba mi espíritu: el orbe matemático me llamaba a sus puertas por segunda vez.
De regreso en el país, espiritualmente destrozado, me encerré en el Instituto de Físico-Matemática, y en pocos años terminé mi doctorado. Allí me preparaba casi a diario para resistir los insultos y los agravios por mi "traición" al comunismo, cuando en rigor era todo lo contrario. El gran traidor fue ese hombre monstruoso, ex seminarista, que liquidó a todos los que habían hecho verdaderamente la revolución, hasta alcanzar en el extranjero al propio Trotsky, uno de los más brillantes y audaces revolucionarios de la primera hora, asesinado en México por los hachazos estalinistas.
Los excluidos no tienen justicia que los defienda. He ido a la villa treinta y uno, de Retiro, para solidarizarme con los sacerdotes que ayunan en repudio por la crueldad con que se pretendió echar a la gente, derribando sus precarias construcciones con salvajes topadoras.
Al regresar a casa, durante la noche he podido ver por televisión cómo se agredía a unos obreros que se negaban a desalojar una fábrica, golpeados con violencia, tratados como delincuentes por una sociedad que no considera un delito negarles a los hombres su derecho al trabajo; expropiándoles, incluso, hasta las pocas leyes laborales que los protegían.
También he visto a la policía corriendo con palos y tanques hidráulicos a vendedores ambulantes, en lugar de encarcelar a los que se están robando hasta las últimas monedas y tienen dinero y poder para comprar a esa justicia que cae con despiadada dureza sobre un pobre ladrón de gallinas. Como el muchacho que me escribió desde una cárcel cordobesa pidiéndome un ejemplar del Nunca más autografiado. Mientras ese hombre estaba preso por un delito menor, en un gesto aberrante se puso en libertad a los culpables de haber desangrado a la patria.
Con gran amargura, la tarde en que escuché la noticia de los indultos, me encerré en mi estudio sin deseos de ver a nadie, mientras volvían a mi mente las imágenes del horror, aquellos escenarios del suplicio.En los años que precedieron al golpe de Estado de 1976 hubo actos de terrorismo que ninguna comunidad civilizada podría tolerar. Invocando esos hechos, criminales de la más baja especie, representantes de fuerzas demoniacas, desataron un terrorismo infinitamente peor, porque se ejerció con el poderío e impunidad que permite el Estado absoluto, iniciándose una caza de brujas que no sólo pagaron los terroristas, sino miles y miles de inocentes.
Cuando el país amaneció de esa pesadilla, el presidente Alfonsín, en su condición de jefe supremo de las Fuerzas Armadas, ordenó a los tribunales militares enjuiciar a los culpables de ese histórico horror. Luego, como estatuye la Constitución, el fuero civil daría la última palabra. Finalmente se nombró una comisión de civiles que, a través de una investigación paralela, aportó pruebas a la labor de los tribunales.
El horror que día a día íbamos descubriendo dejó a todos los que integramos la Conadep, la oscura sensación de que ninguno volvería a ser el mismo, como suele ocurrir cuando se desciende a los infiernos. Siempre recordaré la entereza ética y espiritual de las personalidades de la ciencia, la filosofía, varias religiones y el periodismo, que integraron la comisión.
El informe era transcripto por dactilógrafas que debían ser reemplazadas cuando, entre llantos, nos decían que les era imposible continuar su labor. En más de cincuenta mil páginas quedaron registradas las desapariciones, torturas y secuestros de miles de seres humanos, a menudo jóvenes idealistas, cuyo suplicio permanecerá para siempre en el lugar más desgarrado de nuestro corazón.
El terrorismo de Estado provocó también la destrucción de las familias de los desaparecidos. Padres y madres, en su atormentada fantasía, enterraron y resucitaron a sus hijos, sin saber, siquiera, la monstruosa realidad. Será difícil calcular cuántos padres murieron o se dejaron morir de angustia y de tristeza, cuántos otros enloquecieron. Como ocurrió con Miguel Itzigson, mi gran amigo, que en sus años finales tuvo como único objetivo recuperar a su hija, lograr alguna vez la verdad y la justicia. Pero el enfrentamiento con aquel horror, hecho de la crueldad de unos y la indiferencia de otros, acabó quebrando su admirable temple. Se dejó morir de tristeza.
El día en que la Conadep entregó el informe al presidente de la nación, la plaza de Mayo desbordaba de hombres, mujeres, jóvenes y madres con sus criaturas en brazos, que de ese modo daban su apoyo a aquel acontecimiento fundamental de nuestra historia. Ya que Nunca Más deberíamos reiterar los hechos que nos hicieron trágicamente famosos, cuando la prensa del mundo entero escribía en castellano la palabra "desaparecido".
Lamentablemente, las leyes de Obediencia Debida y de Punto Final, y luego los indultos, han abortado aquella voluntad soberana que hubiese sido un ejemplo de lucha ética, que hubiera tenido consecuencias ejemplares para el futuro de nuestra patria. Porque la tragedia que vivió la Argentina no será olvidada jamás por los que poseen un corazón noble; no sólo por quienes han presenciado aquel infierno, sino también por la condena de todos los seres de conciencia del mundo. Como lo demuestra la investigación que en otros países llevan adelante seres como el juez Baltasar Garzón, con quien estuve durante mi último viaje a España. La sangre, el horror y la violencia cuestionan a la humanidad entera, y nos demuestran que no podemos desentendernos del sufrimiento de ningún ser humano.


1911 - 2011

jueves, 28 de abril de 2011

Certificado de garantía

Posibilidades son las que nunca le faltaron, sin embargo, la imprudencia del desgano le ganó de mano y le impidió progresar en su hazaña por conquistar el mundo entero. Cómo explicar que tan temible agonía fue la que lo hundió en la irreparable certeza de que vinimos a esta vida a sufrir y a encontrar un poco de felicidad en algunos momentos de nuestras vidas, las cuales sólo permanecerán en nuestra mente, pero jamás en nuestros corazones.

Eso era lo que él creía, que todo ya estaba escrito para ser olvidado después de un sin fin de ambigüedades.

A los 84 años es muy difícil cambiar de opinión, optar por aceptar las opiniones del resto y dialogar con alguien que entienda más del psicoanálisis que el mismísimo Freud. Y eso era lo que pensaba el abuelo de Fermín. Un hombre robusto y malhumorado que discutía hasta en los cumpleaños.

Resultaba molesto tener que salir con él a pasear, porque siempre se quejaba de lo mal que funcionan las cosas en el país, de la desmedida riqueza de los gobernantes y de la ingratitud de algunos pobres que pedían una limosna y no agradecían cuando se las daban.

Padre de 8 hijos, 6 hombres y 2 mujeres, y abuelo de 6 niños, 5 niñas y Fermín. El trato con su nieto varón era especial y poco entendible por el resto de la familia. No podían creer cómo un hombre testarudo se sentía tan a gusto con un chico de 12 años.

Fermín salía del colegio y corría a la casa de su abuelo. Almorzaban juntos y a la hora de la siesta en vez de descansar sus cuerpos decidían dar un paseo por el parque. El niño se quitaba el uniforme, tomaba el bastón del abuelo y lo esperaba en la puerta.

El paseo se disfrutaba, nadie los apuraba, ni siquiera la tarea de Fermín, ni los llamados desesperados de sus padres preguntando si su hijo estaba ahí, con él. Mientras otros morían entre sueños, ellos resucitaban en cada paso, sin dejar de sonreír y agradecerle al sol por su calor y al viento por su aire fresco.

Cuando cumplió 13 años, Fermín no quiso una fiesta de cumpleaños, tampoco regalos. Pidió pasar el día con su abuelo. Nadie entendía por qué, pero así fue. El sábado, muy temprano, el abuelo lo pasó a buscar y lo llevó a pescar.

El pequeño quería ser tan listo como su abuelo, le gustaba su barba blanca y se reía del poco cabello que tenía en la cabeza y de los ridículos anteojos que llevaba puestos, pero cuando se deba cuenta que él, un día, también iba a estar de la misma forma, dejaba de burlarse.

El tiempo transcurría rápido y las ganas del abuelo duraban sólo un rato. Pasó la primavera en la cama y al comienzo del verano, quiso levantarse. El cuerpo cansado del que renegaba a diario no lo dejaba bañarse ni vestirse solo. Así fue como la muerte le avisaba que pronto vendría a buscarlo para llevarlo a un lugar difícil de imaginar.

Las advertencias fueron varias y el abuelo lo aceptó. Mandó a llamar a Fermín y con un hilo de voz le dijo: “Ha llegado el momento”.

Las fuerzas de su pequeño cuerpo se desvanecieron dejándolo de rodillas al hombre que le enseñó a pescar, a tomar café y a vivir esperando que algo mejor suceda. Intentó respirar, pero tembló de dolor. Su miedo siempre fue estar solo en la vida y estar sin su abuelo era vivir sin nadie.

Mientras el abuelo se despedía del resto con las últimas palabras, Fermín lo abrazó y le pidió que no se fuera, que se quedara con él, que si no podía ser así, entonces ,que se lo llevara a él también.

Fueron las horas más difíciles para Fermín. Recordó las tardes de ajedrez y las caminatas que terminaban en la cafetería de los bosques rojos.

El papel listo para ser leído, las luciérnagas iluminando la cálida noche y el sufrimiento de Fermín a punto de escaparse por sus ojos en forma de lágrimas. La lectura del testamento reunión a toda la familia y acrecentó la falsedad.

Todos, incluidos el gato del abuelo, escucharon a quién le correspondía cada pertenencia. El pequeño no entendió nada y se fue a su habitación a leer la carta que su abuelo le había dejado. Al abrirla encontró fotos, billetes de todos los colores y varias hojas sueltas. Leyó cada línea con detenimiento y lloró hasta desgarrarse de amor. Guardó el sobre en su mesita de luz y se acostó deseando que al despertar todo sea menos doloroso.

"Mi querido y adorable amigo... A partir de hoy estaremos más unidos que nunca. Porque lo raro no será que tú no me veas, lo raro será que no me encuentres en las tardes de invierno. Yo estaré ahí, caminando a tu lado ¿Quién dijo que esto iba a ser fácil? Cuando sientas que nadie te comprende lee una vez más esta carta, tal vez así encuentres consuelo..."

lunes, 25 de abril de 2011

Ana no lo vio nacer

Ella se siente sola. Está más triste de lo que piensa y no cree que pueda volver amar. Sueña con una familia llena de hijos, pero sabe que por el aborto que le practicaron hace unos meses no podrá ser madre.

-Miento si digo que lo quería tener, pero también miento si te digo que estoy feliz por lo que hice- Asegura mientras toma el último sorbo del café doble que se pidió.

Tiene 17 años y una vida llena de malos momentos. Todo comenzó cuando lo conoció a Hernán, un chico cuatro años mayor que ella.

-Fue un flash cuando lo conocí. Es el hermano de una de mis compañeras del colegio y el único novio que tuve... Para que me entiendas, fue el primero y el último, porque me lastimó tanto que ya no tengo ganas de sufrir por otro hombre-.

Hernán tenía 18 y ella 14. Él fue quien le enseñó a fumar, a tomar cerveza, fernet y vino. También le mostró que además de amor hay pasión y que a veces la adrenalina está en hacer cosas prohibidas.

-Toda su familia tienen causas por robo, asesinato y uno de sus tíos por violador- Lo dice consciente de cada enumeración, pero destaca que su ex novio era diferente.

-Él se quería salir de toda esa porquería. Me pidió más de una vez que no me metiera y yo, sin embargo, preferí seguirlo- Dice que Hernán es un chico bueno y que si hoy está preso es por culpa de su padre, quien lo metió en el mundo del delito cuando tenía 12 años.

-A el viejo le convenía mandarlo a él que era menor. Es un tipo que siempre se lavó las manos. Para que te des una idea: Una vez entregó a su hija, la mayor, diciendo que ella era la que mandaba a los pibes del barrio a robar. Todo para que no lo metieran preso a él- La bronca que sale por su boca muestra el repudio y el dolor que le provoca hablar de su ex suegro.

Ella tiene un papá, una mamá y dos hermanos. Vivía en una casa en la que nunca le faltó ropa limpia y nueva. Tampoco le faltaron caprichos por cumplir, ya que al ser la única hija mujer, era la consentida de Oscar, su padre.

-Tengo una familia de oro. Ellos no tienen la culpa de que yo me haya metido en las malas-.

Ella es adicta al paco. Tiene cinco tatuajes y siete aritos en cada oreja. El color de su pelo no lo recuerda, se lo cambió varias veces. Pasó por el colorado, el caoba, el rubio ceniza y terminó con el negro azulado. Es delgada, alta y con curvas que merecen un halago.

-Me tendrías que preguntar qué drogas no probé. Con Hernán nos pasábamos horas fumando y tomando menjunjes que le enseñaron a preparar los pibes con los que se juntaba-.

Le cuesta reconocer que todo lo que hacía era por los demás y no por ella misma. -Sí, era muy chica y para mí él era un dandy. Yo creía que él se las sabía todas, que era el hombre más fuerte e importante de todos, porque lo veía como muy masculino, lleno de atributos...-.

Hernán la llevó a los lugares más lindos y a los que ella nunca hubiese ido sola. Antes de que la policía lo arrestara por entrar a la casa de uno de sus vecinos a robar electrodomésticos, dinero y joyas, él le prometió que se casarían, tendrían seis hijos y se irían a vivir al sur.

-Esa noche fue hermosa, hicimos el amor soñando tenerlo todo, pero al otro día él cayó preso y yo me quedé sola y embarazada-.

Cuando se enteró que estaba en la dulce espera, ella maldijo a Hernán y después a su fertilidad. Pensó en guardar el secreto hasta que se pudiera quitar al hijo que llevaba algo más que su sangre, pero para eso necesitaba dinero y un contacto.

-Hernán me llevó a un lugar en el que te internan un par de horas hasta que te lo sacan- Ella habla de su bebé como si fuera un estorbo, no le guarda ni una cuota de cariño, sólo resentimiento y desgracia. -No lo quería y no lo quiero- Repite cuando le preguntan por su hijo.


-Mirá, muchas veces se me vienen las imágenes a la cabeza. Abortar no es nada lindo, ¿si? Pero yo no estaba preparada para ser madre y esa fue la salida más rápida que tuve y hoy pago por ese error, porque las marcas me van a quedar para toda la vida-.

Ella no quiere saber nada con los hombres. Desmiente todo lo que dicen en el barrio de su ex novio. Admite que siempre quiso tener una familia grande, con niños corriendo por la casa y con un perro.

A Hernán no lo ve desde aquel 14 de junio, fecha en la que cayó preso, tampoco ve a su familia. Vive con sus abuelos lejos del barrio que la vio nacer, crecer, enamorarse, sufrir y desaparecer. El amor le regaló una vida, pero ella no lo quiso así. Ahora vive en la desventura del camino del olvido. Ya no tiene sueños, pero quiere tenerlos algún día.

-Eduardo Galeano dice que "aunque no podamos adivinar el tiempo que vendrá, lo que tenemos, al menos, es el derecho de imaginar el que queremos que sea”-.




martes, 19 de abril de 2011

Belén y su campera de jean

A veces duerme de costado y otras tantas sentada en el sillón de su abuela. No conoce lo que es un huevo de pascua ni una torta de cumpleaños. Dice que no tiene remedio, que su humildad la hizo vivir de su padre muchos años y se lamenta por no haber podido perdonar a su madre cuando la abandonó. Maldice no saber nada de la vida y aclara que aún así es feliz.

-Los días los paso encerrada cuidando a mi abuela- Está pendiente de lo que necesita Noly, una mujer de 83 años que la cuidó desde pequeña.

-Yo le debo mucho a ella. Fue la mamá que nunca tuve... Me llevaba a la escuela, al médico, y se desvivió por hacerme una persona buena-.

Ella tiene el pelo lacio y negro, sus ojos verdes parecen dos uvas dulces y sus labios, resecos por el frío, simulan ser una frutilla cortada a la mitad. Sueños son lo que le sobra, le falta concretarlos y sentirse una mujer realizada.

-Cuando pasa una chica linda, bien vestida, me quedó como una boba mirándola hasta que se pierde. Siento su perfume y lo retengo en mi nariz para no olvidarlo más- Tiene 19 años y un cuerpo esbelto. Viste una campera negra, un pantalón de corderoy marrón y zapatillas de lona gastadas.

-Envidio las cosas que tienen las chicas de mi edad porque nunca las tuve, pero agradezco ser lo que soy porque nunca necesité de eso para ser feliz- dice con la voz lastimada por los años de sufrimiento.

Cuenta que la ropa que lleva puesta la encontró en una bolsa, cerca de la iglesia, y que nunca tuvo una campera de jean. -Calzado nunca me faltó, ropa tampoco, siempre me las rebusqué para vestirme bien y no pasar por indigente. Mi papá dice que mientras uno esté limpio, no hay nada de malo en tener que vestirse con prendas que otros no usan más... porque es como un préstamo o un regalo, ¿no? Depende como se lo toma cada uno- Más allá de sus palabras, ella quiere y sueña con esa campera de jean.

-¿Sabes dónde la vi? En una revista que encontré tirada en la calle. La modelo era alta y muy flaca. La campera era azul, la más linda que vi en toda mi vida- Eso fue lo que nunca le dijo a su padre.

-No se lo puedo decir... porque él se va a sentir re mal, si no me la puede comprar- Roberto trabaja en un laboratorio; se encarga de limpiar y ordenar los depósitos. Tiene 49 años y poco pelo en la cabeza. Es el único hijo de Nely y el único hombre de la casa.

-Mi papá es una persona increíble. Trabajó toda su vida, pero nunca estudió. Por eso me insiste tanto para que siga con mi carrera... Si la termino va a ser por y para él-.

Está cursado el primer año de la carrera de Recursos Humanos. Dice que por ahora viene bien con las materias, que entiende todo lo que le enseñan y que “si Dios quiere, será la primera vez que toque el cielo con las manos”.

Cuando le hablan de hombres, ella piensa en los besos de Osvaldo. Siente que él fue su gran amor y protesta cuando la contradicen. Nunca tuvo un amor prohibido, tampoco una relación.

-El amor es un lío hermoso. Yo amé hasta desmayarme del dolor ¡Enserio!- Y tiene razón. Cuando se enteró que Osvaldo se iba a vivir a otro país, ella lloró, pataleó y gritó tanto que sus fuerzas se acabaron y su cuerpo se desvaneció.

-Ese fue el día más triste de mi vida, y mirá que las pasé feo. Osvaldo fue mi primer sueño hecho realidad. Lo conocí en la escuela y desde entonces nunca nos separamos. Yo tenía 14 y el 17- Habla de él y su mirada se pierde en los recuerdos de los años vividos a su lado.

-Él ahora debe estar mejor, seguro hasta tiene plata y ya se compró la moto que me había mostrado- Osvaldo tenía planes a futuro y cuando cumplió los 18 hizo todo lo posible para conseguirlos.

-Me pidió que me fuera con él, pero yo no estaba preparada. Además, mi abuela está muy delicada de salud y mi papá me necesita- Ella nunca piensa que su bienestar. Dice que antes está su familia.

Con su pelo opaco y su peinado desprolijo asegura que le duele no saber nada de su madre y que le cuesta perdonarla. Pero que si algún día la conoce le va a decir todo lo que sufrió. -Lo único que sé de ella es que se llama Victoria y que tiene la misma edad que mi papá, 49-.

No se siente discriminada por ser pobre, porque tampoco se siente pobre.

-No sé lo que es un huevo de pascua ni una torta. Jamás me festejaron un cumpleaños y no culpo a mi papá por eso, es más, le pido todos los días a los ángeles del cielo que me ayuden para poder darle una buena vida a las dos personas que más amo-.

Y una buena vida no es una vida llena de lujos, es una vida con la comodidad de dormir en un colchón, de comer cuatros veces por día, de terminar de revocar las paredes de su cuarto, de tomar el colectivo para ir a la universidad y de ponerse la campera de jean antes de salir de su casa.

-Esta es mi vida, la quiero así. Le cambiaría algunas cosas y para eso necesito plata. Pero el resto lo dejo como está- Ella tiene las manos paspadas de tanto lavar ropa con agua fría. Las tiene moradas y lastimadas. Se encarga de limpiar y ordenar su humilde y pequeña casa.

Vive sus 19 años con alegría y rencor. Ama a su padre y abuela. Dice que el presente importa más que el futuro y se asegura de cumplirlo al pie de la letra. Quizás mañana las cosas cambien para ella y pueda comprarse la campera de jean.

martes, 29 de marzo de 2011

Ser de nadie

Ella sentía que no tenía cosas brillantes y lo poco que le quedaba le pertenecía a las personas que solían observarla con el ojo de los que critican por pura diversión.
Estaba lejos de cualquier imposición y demanda. Era la dulce locura de estar en el lejano oriente y no sentirse dueña de todo lo que la rodeaba.

Buscaba eso, alejarse antes de que su mundo desapareciera por completo. No quería estar en un lugar que se desmoronaba en cada paso herido. Huir le resultaba placentero y escapar era la forma más intrigante que tenía para alcanzar el perdón y el olvido de los que no la supieron comprender.

Acrecentaba la verdad con el paso del tiempo, aunque ya no se parecía a la que dejó sus tierras con miedo y rencor. Ahora era la muchacha liberal y extrovertida que corría riesgos conforme pasaban los segundos.

Decía que la vida sólo se trata de eso, de vivirla y dejar que las cosas sucedan. Dibujaba la sinceridad de las personas en simples sombras de colores, contradecía la falsedad, manipulaba el amor y jugaba con la libertad.

Era el personaje de la novela más olvidada de la historia. Sus días comenzaron a ser eternos inviernos de soledad y tristeza. Buscó contención para sobrevivir sin amor en un lugar en el que todo parecía ser perfecto.

No dejaba que un hombre se enamorara de ella, no les permitía volver por segunda vez. Y así fue como todas las noches se acostumbraba al calor de un hombre desconocido, dormía placenteramente en una habitación en la que descubría hasta el último espacio de sus almas.

Ellos, los que no podían creer que una mujer tan hermosa como ella viviera sin un compañero, le preguntaban- ¿Puede una persona vivir esperando que el hombre que ama regrese a su lado? - Si me conocieras descubrirías que ya no queda nada de mí, que me parezco tanto a él, a esa locura que nunca comprendí, pero que hoy extraño más y más- respondía.

No se animaba a mostrar sus sentimientos frente a los desconocidos y prefería que ellos se quedaran con la certeza de que la conocían tanto que hasta la podían manipular. Se había cansado de escuchar hablar del amor, del casamiento, de las parejas felices, de los hijos, de la familia modelo, de todos los requisitos que se deben cumplir para que el otro no piense que el que está solo es infeliz.

- Dicen que el enamoramiento dura poco tiempo, que después de eso viene el amor tranquilo. También dicen que existen dos etapas, una es la conquista con pasión y adrenalina y la segunda, la colonización en la que el amor se construye de dos, venciendo los obstáculos con proyectos en común. Pero de decir a hacer hay un puente enorme que se llama tiempo- opinaba cuando se lo pedían.

Los años pasaron lentos y dolorosos, ella se mostraba más fuerte que nunca, pero en sus ojos se podía ver el sufrimiento que por culpa de su orgullo había logrado acrecentar aún más.

- Me encierro para que no descubran mi alma herida. Soy frágil y liviana, como una hoja que en invierno vuela, se moja y padece del frío. No me pidan que les cuente más sobre mí, hablen ustedes que se nota que se mueren por contar sus victorias y desparramar las miserias de los otros- se había convertido en la mujer más difícil de entender y en la más sincera del lugar. Todos temían cuando abría la boca, sabía que no diría nada bueno para complacer al resto.

"Ahora las noches frías y oscuras se convierten en tediosas pruebas que tengo que vencer. Vivo con el corazón ciego y roto por el engaño... Hoy soy de nadie y muero en cada suspiro".

jueves, 3 de marzo de 2011

La última mentira

Esperar era la palabra menos indicada para ese momento ¿Cuánto consuelo tendría después de todo lo que pasó?
Necesitaba saber si lo que estaba viviendo era una pesadilla o el más cruel de los tormentos. Del otro lado, nadie tuvo compasión al revelar que todo lo que había visto era verdad. Pero ¿Cómo saldría adelante ahora que se enteró de la verdad?
Te amo y extraño- fueron las únicas palabras que pudo pronunciar.
En su voz había un dejo de melancolía que le oprimía el pecho, haciéndole doler hasta el más fuerte de sus huesos. Recibió varios llamados, pero no contestó ninguno. Necesitaba un abrazo que borrara todo el miedo y rencor que estaba sintiendo en ese momento.
No quería perder de vista su camino, pero conforme pasaban los segundos se sentía humillada, avergonzada por todo lo que había visto y escuchado ese día.
No quiero tu compasión... Quiero que estés conmigo- murmuró, mientras miraba la foto que se habían tomado el verano pasado.
Su enfermedad había avanzado comiéndole hasta las últimas esperanzas. Pedía que el dolor la dejara en paz, para luchar por lo que otra, más sana y vital, le estaba robando.
Él se ausentaba al caer la tarde, sin decir a dónde iba y con quién. Ella respetaba sus tiempo, su vida y sus negocios. Sabía que pasaban mucho tiempo lamentándose adentro de una habitación llena de oscuridad y agonía, y que al menos él podía ir a despejar su cabeza a otro lado, a recuperar las energías para seguir adelante.
No lo culpaba, creía que si ella se iba, él tendría que rehacer su vida con otra persona. Pero no le iba a permitir el engaño, no mientras su corazón siguiera latiendo. Tenía que correr el riesgo y volver a conquistarlo. A pesar de todo, siempre fueron tan unidos.
Y te me alejas tanto que ya ni tus besos detienen el tiempo- repetía una y otra vez acostada en su cama.
Los días y las noches transcurrieron con lentitud. Ella era consiente de que faltaba poco y por un lado lo agradecía, pero por el otro suplicaba que la dejarán vivir un día más.
Escribió una carta. Lloró hasta perder las fuerzas. Una vez más había luchado entregando hasta el último aliento.
“Y hoy sin piedad muero lento. No sabes lo que le pedí a la vida que con tu amor frenaras el tiempo y que el mundo se acaba después de entregarnos a la pasión.
Y mientras yo muero lento, tú encuentras otro motivo para volver a amar. No te culpo, no sabes lo fatal que me siento. Si tan sólo me dieras una muestra de cariño y no compasión, lucharía aún más para vencer este mal que ha desfigurado mi cuerpo y mi corazón.
Quiero descubrirte todas las mañana, aquí, en esta misma cama en la que escribo estas líneas.
Poder sentir tu calor tan cerca mío. Pero desde hace un año, tú ya no duermes conmigo.
¿A dónde quedó lo que soñamos ese 22 de febrero? ¿Será posible que esta enfermedad se haya llevado hasta el amor de mi vida? Son interrogantes que carcomen mi mente, haciéndome sentir culpable. ¿Recuerdas lo felices que éramos? El tiempo convirtió mis esperanzas en dolor y resignación. Sabes una cosa, tienes que aprender a vivir todos los días... Yo lo entendí hace poco.
Me va a costar tanto irme. Quiero quedarme y conquistarte, quiero que caminemos de la mano, abrazarte todos los días, besar tu frente antes de dormir... Pero ya no puedo elegir. No depende de mí. Ya sabes, la vida dura lo que puede.
Puse en tus manos mi destino, ya no quedan más espacios en mi interior. Cuando me vaya, sólo quedarán mis objetos, la ropa que hasta hace un año solía usar para agradarte. No te culpo. No eres el culpable de todo esto. Perdoname, quise ser más fuerte, pero el tiempo a veces te lleva por delante. Vuelve a lo que siempre fuiste.
Mañana mi luz se apagará, pero descansaré en paz.
De quien te ama”.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Mientras tanto, te espero

Eran las seis de la tarde, ellos se buscaron por más de media hora, pero no llegaron a verse las caras. Nadie sabía realmente a dónde pertenecían, aunque los extraños los habían visto, más de una vez, rondar por esos senderos, por esas calles llenas de soledad, inundadas de temor y opacadas por el desamor.
Ella estaba desbordada por la emoción de volver a verlo y quería sentir nuevamente esa adrenalina de huir a cualquier lugar, lejos de la enorme cuidad. Él, en cambio, convivía con la certeza de verla en la plaza, sentada, con su pollera de mariposas verdes y su remera rosa, llena de vida y sin gestos de preocupación.
Ese día, después de varios meses sin verse, él tomó la decisión de ir a buscarla, de plantarse ante su esbelto cuerpo y declararle su amor, aquel que guardó por años.
Se levantó temprano y tomó el primer tren que salía para la capital. Una vez arriba comenzó a sentir la alegría de poder abrazarla, de escuchar su voz, de verla tan hermosa como antes, quizás más.

Llegó a tiempo, corrió para tomar un taxi, se aferró a una dirección llena de números y letras que lo desorientaban al saber que nunca antes había estado allí y que por algún motivo se podía perder.
Cuando llegó al lugar, tocó a su puerta y una mujer le dijo que la joven tímida y silenciosa que vivía allí, se había marchado del lugar hace varias horas.
La sensación de desconcierto y angustia llenaron su cuerpo e invadieron su mente, dejándolo en blanco, a punto de entrar en shock. Era un forastero, un hombre ajeno a todo lo que lo rodeaba. No sabía a dónde ir, no tenía más que un papel con una dirección y un teléfono que pertenecía al mismo lugar.
Ella andaba por los mismos senderos. Leyó por quinta vez la carta que él le había mandado un mes antes, asegurándole que para esa fecha estaría en su tierra, y que ella debía esperarlo en la plaza de los árboles viejos.
No dejaba de repetir las dos últimas líneas de la carta: “El mundo es más pequeño de los imaginas. Mañana volveremos a vernos y tomaré tu mano, para que juntos corramos en contra del viento. Espérame, porque lo nuestro es para siempre”.
Algo le molestaba, sabía que él iba a ir, pero tenía miedo de que eso no sucediera, de que él haya jugado con sus sentimientos y que en realidad, jamás volvieran a hablar.
Decidió volver a su casa y encontró un sobre pegado en la puerta. Lo abrió y sacó un papel amarillo con unas cuantas palabras: “Si me necesitas, siempre me podrás encontrar en tus recuerdos. Yo estaré esperándote en el lugar de nuestros sueños”.
Él fue a la plaza de los árboles viejos y no la encontró. Se sentó en un banco a pensar qué debía hacer. Si regresaba a su pueblo y dejaba todo como antes, habría fracasado en su afán de volver a verla. Lloró con ganas y la imaginó por última vez.
La lluvia comenzó a caer y su espalda fue la primera en mojarse. De sus labios salieron las últimas palabras: “No existe pecado más terrible que no haber sentido amor”. Y ella contestó: “Los que tienen suerte, aman una vez en la vida...”.
Él se dio vuelta y la miró un tanto asustado. Ella estaba empapada, pero conservaba su peinado. Las gotas en su cara, sus labios morados, sus mejillas rojas por el frío y su pelo mojado, la embellecían aún más. Al verla segura y decidida, no dudó en abrazarla. Habían soñado tanto con ese día que se olvidaron de la lluvia, del frío y hasta de las horas. Sellaron su encuentro con un beso y guardaron ese momento en sus corazones.
En ese incierto y poblado lugar, ambos compartían el otoño con su brisa esperanzadora, las hojas secas, el sol cálido y la sensación de sentirse extraños. Era el milagro de estar juntos y no necesitar nada para hacer realidad todos sus deseos.
Cada vez que la lluvia se hacía presente, ellos se tomaban de la mano y corrían a la plaza de los árboles viejos. Pasaban gran parte del tiempo en ese lugar y se juraban amor eterno.
Se enamoraron de la vida y siempre decían que: “Los días son más fáciles cuando uno tiene con quien compartirlos... Nunca es tarde para amar”.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Incondicionalmente

Eran las diez de la noche y la fiesta en la casa de mi mejor amigo comenzaba a tomar forma y yo no podía llegar a horario. Ser impuntual se había convertido en un defecto que me difamaba en cada encuentro.

Habíamos acordado que yo llevaría las bebidas para preparar unos tragos y exhibir mis dotes de barman. Tuve un inconveniente justo cuando estaba por subir al taxi. La caja en la que llevaba las botellas se rompió por culpa del exceso de peso que no había tenido en cuenta.
Eso no impedía que no asistiera a la fiesta, lo podía hacer, llegaba a la casa de mi amigo y le explicaba lo que me pasó. Él me hubiese perdonado por el retraso y todo seguiría igual que antes.
Pero el problema era que el mal humor que yo tenía no me permitía poner otra cara. Mis gestos y contestaciones iban a ser muy desagradables.
Dejé que el taxi se fuera y me senté en el cordón de la vereda a pensar qué iba a hacer . Llevaba más de una hora de retraso y las ganas empezaban a disminuir.
Levanté el desastre que provoqué y lo llevé adentro de mi casa. Me senté en el sillón a esperar un llamado alentador o de preocupación. Quería que me preguntaran ¿A dónde estás? ¿Te pasó algo? ¿Estás bien? Pero eso nunca sucedió.

Tomé el teléfono y llamé a mi amigo. Sonaba, sonaba y nadie atendía. Marqué varias veces su número hasta que me cansé de esperar a que del otro lado se dignaran a contestar.
Me ganó la desesperación. Agarré las llaves, un poco de plata que guardaba para algún momento especial, este lo ameritaba, y salí a la calle decidido a festejar con mi amigo sus 30 años de vida.
Al ver que no venía ningún taxi, caminé un par de cuadras hasta la parada del único colectivo que me dejaba cerca. Mientras lo esperaba miraba si venía un auto, una moto, un medio de transporte que me acercara al lugar.
Del bolsillo de mi pantalón saqué un papel con un anuncio de un centro de espiritualidad. Leí en voz baja: “Buscando el bien de nuestros semejantes, encontramos el nuestro”.
Algo me molestaba y no me dejaba respirar. No era muy común estar enojado y sin ganas de insultar, molestar o agredir a alguien. La imagen de mi amigo un tanto triste y enojado, por mi ausencia, me ponía mal. ¿Cómo le iba a explicar todo lo que estaba viviendo esa noche?
Pensé en volver a casa y dejar las explicaciones y las disculpas para mañana, pero eso sería rendirme y fallarle a mi mejor amigo.
Él, el que me vio crecer, el que me acompañó cuando mi papá me abandonó, el que me aconsejó cuando me estaba fijando en la persona equivocada, el que me ayudó a conquistar a más de una chica, el hermano que nunca tuve. ¡A él no le podía fallar!
Caminé muchísimas cuadras y después de cuatro horas de espera pude llegar a la casa de mi amigo. Al verlo rodeado de regalos recordé que el mío había quedado en la mesa. Pero a mi amigo, como a un verdadero amigo, poco le importa lo materia, si tiene algo más preciado: la amistad.

lunes, 7 de febrero de 2011

Mutuo acuerdo

Cuando tenía 13 años, su vida era placentera. No le faltaban los consentimientos de los abuelos y de los tíos del sur que la proyectaban en un futuro, no muy lejano, como una de las mujeres más importantes de su generación, por su tenacidad y su convicción.
Quizás eso era lo que siempre le preocupaba: quedar mal con su familia, defraudarlos y caer en el agujero negro de la ruina.
A los 15 ya sabía lo que tenía que buscar para ser feliz. Soñaba con casarse y tener seis hijos. Con respecto al trabajo y a las obligaciones del momento, no estaba muy segura de qué pasaría.
Se casó a los 18 con el hijo de su padrino, era un conocido de la familia y con eso bastaba. No tuvieron tiempo para andar de novios, tampoco sabían si su matrimonio iba a funcionar. De una cosa sí estaban convencidos: nada de lo que esperaban de la vida iba a suceder.
El día del casamiento, ella estaba impecable. Llevaba un vestido blanco con un diseño muy elegante y suntuoso, que delineaba su figura delicada.
En el altar, él le juró amor eterno y estar a su lado en los buenos y malos momentos. Le hizo creer que iba a ser la mujer más feliz del mundo, aunque en sus corazones no había más que un cariño lleno de compasión.
Ella lo quería, pero al mismo tiempo le tenía lastima. Hacía todo lo necesario para contentarlo y juntos vivieron aferrados a un amor piadoso. Él se daba cuenta y trataba de enamorarla y enamorarse con cada detalle. Al principio, se buscaban para amarse en cualquier lugar. No pensaban en nada más que el juego de la seducción, porque sabían que no existía persona en el mundo que no se pudiera conquistar.
Pasaron siete años y con el tiempo llegaron los hijos. Ella nunca llegó a sentir la clase de amor por el que la gente muere sin dudarlo, pero aún así continuó a su lado, apoyando cada decisión de su marido y dedicando todos sus días a cuidar a su familia.
La rutina se apoderó de los buenos momentos y los convirtió en proyectos de felicidad. La forma de actuar de ambos era peor que la de un adolescente rebelde y desvergonzado. Actuaban sin pensar en las consecuencias, hasta que un día el final del juego se hizo presente.
Convivieron un año sin charlar de sus vidas, compartían la cama, pero no la pasión, sonreían para que sus hijos no notaran que entre los dos ya no había amor.
Estaban presos de un orgullo que les impedía disfrutar de su relación. Ninguno de los dos sabía a ciencia cierta qué fue lo que los llevó a vivir así. Ella se echó la culpa de todo. Pensaba que sus celos fueron los causantes de su desdicha. Él, en cambio, creía que nunca la amó como ella esperaba y que eso era lo que hacía la diferencia.
No hubo un perdón, ni nada que se le asemejara. Él no pretendía intentarlo de nuevo, ella lo pensó mucho y optó por hacer lo necesario para vivir los últimos años de su vida en armonía.
Recordó una frase que su mamá le decía cuando se enteraba que una de sus conocidas se separaba: “Un divorcio siempre es un fracaso”. Pero ya no le importaba el qué dirán de los demás, ni el de su familia. Se separó y juró no volver a buscarlo.
Él no intentó retenerla, tampoco le gritó ni le pidió explicaciones. Se fue y no volvió a poner un pie en su casa.
Implementar una nueva estrategia resultaría de nuevo una desventura con sabor a nostalgia. No estaba preparada para salvar su matrimonio y no encontraba razón suficiente para replanteárselo.
Un día recibió una carta. La leyó y de sus ojos cayeron lágrimas de añoranza. Tomó una hoja y un lápiz y escribió algo que jamás le envió: "Esto sólo fue un impás, una tregua entre los dos. Hoy tengo algo mejor. No pienses que te olvidé... lo que existe entre los dos, cada calle que crucé, yo me acordaba de vos".
La carta que él le envió decía: "Quiero que sepas que aunque arrastro mis fracasos, si quieres contar conmigo, aún guardo fuego en mis manos".