miércoles, 16 de febrero de 2011

Mientras tanto, te espero

Eran las seis de la tarde, ellos se buscaron por más de media hora, pero no llegaron a verse las caras. Nadie sabía realmente a dónde pertenecían, aunque los extraños los habían visto, más de una vez, rondar por esos senderos, por esas calles llenas de soledad, inundadas de temor y opacadas por el desamor.
Ella estaba desbordada por la emoción de volver a verlo y quería sentir nuevamente esa adrenalina de huir a cualquier lugar, lejos de la enorme cuidad. Él, en cambio, convivía con la certeza de verla en la plaza, sentada, con su pollera de mariposas verdes y su remera rosa, llena de vida y sin gestos de preocupación.
Ese día, después de varios meses sin verse, él tomó la decisión de ir a buscarla, de plantarse ante su esbelto cuerpo y declararle su amor, aquel que guardó por años.
Se levantó temprano y tomó el primer tren que salía para la capital. Una vez arriba comenzó a sentir la alegría de poder abrazarla, de escuchar su voz, de verla tan hermosa como antes, quizás más.

Llegó a tiempo, corrió para tomar un taxi, se aferró a una dirección llena de números y letras que lo desorientaban al saber que nunca antes había estado allí y que por algún motivo se podía perder.
Cuando llegó al lugar, tocó a su puerta y una mujer le dijo que la joven tímida y silenciosa que vivía allí, se había marchado del lugar hace varias horas.
La sensación de desconcierto y angustia llenaron su cuerpo e invadieron su mente, dejándolo en blanco, a punto de entrar en shock. Era un forastero, un hombre ajeno a todo lo que lo rodeaba. No sabía a dónde ir, no tenía más que un papel con una dirección y un teléfono que pertenecía al mismo lugar.
Ella andaba por los mismos senderos. Leyó por quinta vez la carta que él le había mandado un mes antes, asegurándole que para esa fecha estaría en su tierra, y que ella debía esperarlo en la plaza de los árboles viejos.
No dejaba de repetir las dos últimas líneas de la carta: “El mundo es más pequeño de los imaginas. Mañana volveremos a vernos y tomaré tu mano, para que juntos corramos en contra del viento. Espérame, porque lo nuestro es para siempre”.
Algo le molestaba, sabía que él iba a ir, pero tenía miedo de que eso no sucediera, de que él haya jugado con sus sentimientos y que en realidad, jamás volvieran a hablar.
Decidió volver a su casa y encontró un sobre pegado en la puerta. Lo abrió y sacó un papel amarillo con unas cuantas palabras: “Si me necesitas, siempre me podrás encontrar en tus recuerdos. Yo estaré esperándote en el lugar de nuestros sueños”.
Él fue a la plaza de los árboles viejos y no la encontró. Se sentó en un banco a pensar qué debía hacer. Si regresaba a su pueblo y dejaba todo como antes, habría fracasado en su afán de volver a verla. Lloró con ganas y la imaginó por última vez.
La lluvia comenzó a caer y su espalda fue la primera en mojarse. De sus labios salieron las últimas palabras: “No existe pecado más terrible que no haber sentido amor”. Y ella contestó: “Los que tienen suerte, aman una vez en la vida...”.
Él se dio vuelta y la miró un tanto asustado. Ella estaba empapada, pero conservaba su peinado. Las gotas en su cara, sus labios morados, sus mejillas rojas por el frío y su pelo mojado, la embellecían aún más. Al verla segura y decidida, no dudó en abrazarla. Habían soñado tanto con ese día que se olvidaron de la lluvia, del frío y hasta de las horas. Sellaron su encuentro con un beso y guardaron ese momento en sus corazones.
En ese incierto y poblado lugar, ambos compartían el otoño con su brisa esperanzadora, las hojas secas, el sol cálido y la sensación de sentirse extraños. Era el milagro de estar juntos y no necesitar nada para hacer realidad todos sus deseos.
Cada vez que la lluvia se hacía presente, ellos se tomaban de la mano y corrían a la plaza de los árboles viejos. Pasaban gran parte del tiempo en ese lugar y se juraban amor eterno.
Se enamoraron de la vida y siempre decían que: “Los días son más fáciles cuando uno tiene con quien compartirlos... Nunca es tarde para amar”.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Incondicionalmente

Eran las diez de la noche y la fiesta en la casa de mi mejor amigo comenzaba a tomar forma y yo no podía llegar a horario. Ser impuntual se había convertido en un defecto que me difamaba en cada encuentro.

Habíamos acordado que yo llevaría las bebidas para preparar unos tragos y exhibir mis dotes de barman. Tuve un inconveniente justo cuando estaba por subir al taxi. La caja en la que llevaba las botellas se rompió por culpa del exceso de peso que no había tenido en cuenta.
Eso no impedía que no asistiera a la fiesta, lo podía hacer, llegaba a la casa de mi amigo y le explicaba lo que me pasó. Él me hubiese perdonado por el retraso y todo seguiría igual que antes.
Pero el problema era que el mal humor que yo tenía no me permitía poner otra cara. Mis gestos y contestaciones iban a ser muy desagradables.
Dejé que el taxi se fuera y me senté en el cordón de la vereda a pensar qué iba a hacer . Llevaba más de una hora de retraso y las ganas empezaban a disminuir.
Levanté el desastre que provoqué y lo llevé adentro de mi casa. Me senté en el sillón a esperar un llamado alentador o de preocupación. Quería que me preguntaran ¿A dónde estás? ¿Te pasó algo? ¿Estás bien? Pero eso nunca sucedió.

Tomé el teléfono y llamé a mi amigo. Sonaba, sonaba y nadie atendía. Marqué varias veces su número hasta que me cansé de esperar a que del otro lado se dignaran a contestar.
Me ganó la desesperación. Agarré las llaves, un poco de plata que guardaba para algún momento especial, este lo ameritaba, y salí a la calle decidido a festejar con mi amigo sus 30 años de vida.
Al ver que no venía ningún taxi, caminé un par de cuadras hasta la parada del único colectivo que me dejaba cerca. Mientras lo esperaba miraba si venía un auto, una moto, un medio de transporte que me acercara al lugar.
Del bolsillo de mi pantalón saqué un papel con un anuncio de un centro de espiritualidad. Leí en voz baja: “Buscando el bien de nuestros semejantes, encontramos el nuestro”.
Algo me molestaba y no me dejaba respirar. No era muy común estar enojado y sin ganas de insultar, molestar o agredir a alguien. La imagen de mi amigo un tanto triste y enojado, por mi ausencia, me ponía mal. ¿Cómo le iba a explicar todo lo que estaba viviendo esa noche?
Pensé en volver a casa y dejar las explicaciones y las disculpas para mañana, pero eso sería rendirme y fallarle a mi mejor amigo.
Él, el que me vio crecer, el que me acompañó cuando mi papá me abandonó, el que me aconsejó cuando me estaba fijando en la persona equivocada, el que me ayudó a conquistar a más de una chica, el hermano que nunca tuve. ¡A él no le podía fallar!
Caminé muchísimas cuadras y después de cuatro horas de espera pude llegar a la casa de mi amigo. Al verlo rodeado de regalos recordé que el mío había quedado en la mesa. Pero a mi amigo, como a un verdadero amigo, poco le importa lo materia, si tiene algo más preciado: la amistad.

lunes, 7 de febrero de 2011

Mutuo acuerdo

Cuando tenía 13 años, su vida era placentera. No le faltaban los consentimientos de los abuelos y de los tíos del sur que la proyectaban en un futuro, no muy lejano, como una de las mujeres más importantes de su generación, por su tenacidad y su convicción.
Quizás eso era lo que siempre le preocupaba: quedar mal con su familia, defraudarlos y caer en el agujero negro de la ruina.
A los 15 ya sabía lo que tenía que buscar para ser feliz. Soñaba con casarse y tener seis hijos. Con respecto al trabajo y a las obligaciones del momento, no estaba muy segura de qué pasaría.
Se casó a los 18 con el hijo de su padrino, era un conocido de la familia y con eso bastaba. No tuvieron tiempo para andar de novios, tampoco sabían si su matrimonio iba a funcionar. De una cosa sí estaban convencidos: nada de lo que esperaban de la vida iba a suceder.
El día del casamiento, ella estaba impecable. Llevaba un vestido blanco con un diseño muy elegante y suntuoso, que delineaba su figura delicada.
En el altar, él le juró amor eterno y estar a su lado en los buenos y malos momentos. Le hizo creer que iba a ser la mujer más feliz del mundo, aunque en sus corazones no había más que un cariño lleno de compasión.
Ella lo quería, pero al mismo tiempo le tenía lastima. Hacía todo lo necesario para contentarlo y juntos vivieron aferrados a un amor piadoso. Él se daba cuenta y trataba de enamorarla y enamorarse con cada detalle. Al principio, se buscaban para amarse en cualquier lugar. No pensaban en nada más que el juego de la seducción, porque sabían que no existía persona en el mundo que no se pudiera conquistar.
Pasaron siete años y con el tiempo llegaron los hijos. Ella nunca llegó a sentir la clase de amor por el que la gente muere sin dudarlo, pero aún así continuó a su lado, apoyando cada decisión de su marido y dedicando todos sus días a cuidar a su familia.
La rutina se apoderó de los buenos momentos y los convirtió en proyectos de felicidad. La forma de actuar de ambos era peor que la de un adolescente rebelde y desvergonzado. Actuaban sin pensar en las consecuencias, hasta que un día el final del juego se hizo presente.
Convivieron un año sin charlar de sus vidas, compartían la cama, pero no la pasión, sonreían para que sus hijos no notaran que entre los dos ya no había amor.
Estaban presos de un orgullo que les impedía disfrutar de su relación. Ninguno de los dos sabía a ciencia cierta qué fue lo que los llevó a vivir así. Ella se echó la culpa de todo. Pensaba que sus celos fueron los causantes de su desdicha. Él, en cambio, creía que nunca la amó como ella esperaba y que eso era lo que hacía la diferencia.
No hubo un perdón, ni nada que se le asemejara. Él no pretendía intentarlo de nuevo, ella lo pensó mucho y optó por hacer lo necesario para vivir los últimos años de su vida en armonía.
Recordó una frase que su mamá le decía cuando se enteraba que una de sus conocidas se separaba: “Un divorcio siempre es un fracaso”. Pero ya no le importaba el qué dirán de los demás, ni el de su familia. Se separó y juró no volver a buscarlo.
Él no intentó retenerla, tampoco le gritó ni le pidió explicaciones. Se fue y no volvió a poner un pie en su casa.
Implementar una nueva estrategia resultaría de nuevo una desventura con sabor a nostalgia. No estaba preparada para salvar su matrimonio y no encontraba razón suficiente para replanteárselo.
Un día recibió una carta. La leyó y de sus ojos cayeron lágrimas de añoranza. Tomó una hoja y un lápiz y escribió algo que jamás le envió: "Esto sólo fue un impás, una tregua entre los dos. Hoy tengo algo mejor. No pienses que te olvidé... lo que existe entre los dos, cada calle que crucé, yo me acordaba de vos".
La carta que él le envió decía: "Quiero que sepas que aunque arrastro mis fracasos, si quieres contar conmigo, aún guardo fuego en mis manos".