jueves, 30 de agosto de 2012

Gritando en silencio

- ¿Alguna vez pensaste en el amor?
- Pensar, ¿Cómo?
- Digo, si se te ocurrió cómo es el amor, en qué se basa. Eso.
- No.
- Lo supuse.

Volver para encontrar lo mismo. No podía dejarlo todo así porque sí, pero tampoco podía buscar lo que nunca antes tuve. Adopté a la ilusión como la prueba de la verdad. Tal vez fue eso lo que me mantuvo quieta, con la misma percepción.

El 12 de mayo cumplimos 10 años de casados. En ese tiempo planeamos tener 6 hijos, comprar una casa grande con un jardín aún mayor, tener 2 mascotas (un gato y un perro), plantar un naranjo y podar el pasto cada 3 meses. Pero nada de eso sucedió. ¿Por qué será que lo que uno planea con tanta anticipación y amor pocas veces se cumple?

Durante muchos meses di vueltas en la cama buscando la manera menos dolorosa para decirle que todo había terminado. Lo más triste es que yo no quería despertar en una habitación sin sus caricias.

Tuvimos años de pura gloria, de un amor adolescente que no entendía de la rutina ni de los tiempos discontinuos. Y también tuvimos años difíciles, de esos que no se pueden contar sin sentir una presión en el pecho, una angustia que te hace llorar.

Ahora estoy indignada, desbastada y confundida. En ese orden. Sólo a mí se me ocurre alejarlo de mi vida. Es algo de lo que no me puedo retractar porque una vez que hiera su corazón jamás volveremos a ser una pareja. Pasaremos de ser dos que se hicieron uno, a ser uno que se convirtió en la mitad de lo que alguna vez fue. Difícil reconocerlo, pero es aún más doloroso sentirlo.

Fue en la madrugada del 18 de mayo, seis días después de nuestro aniversario, el día que decidí afrontar la realidad. Me temblaban las piernas, tenía las manos sudadas y el corazón a punto de salir por mi boca.

Lo encontré sentado, leyendo un libro de Kundera. Le dije hola, con la voz temblorosa, él respondió con un gesto. Fue ahí cuando supe que debía decirle todo lo que me estaba pasando.

Se lo dije y prendió un cigarrillo. Cerró el libro, se levantó del sofá y me dijo: ¿Qué? Respondí: "Lo que escuchaste, que siento que no estamos bien". Me dio la espalda, murmuró algo que no pude escuchar y encaró para la cocina. Lo seguí con la mirada y le grité: ¡Quiero que nos separemos!

Nadie me conocía como él. Sabía cuáles eran mis secretos, mis manías, mis miserias, mis sueños. Me escuchaba, me abrazaba cuando lo necesitaba y me decía que era la mujer más hermosa de la tierra.

Él siempre se mostraba firme, resuelto, sin problemas. Me enamoró su temperamento, la capacidad que tenía para hacerme reír, el talento que tenía en la cama y por sobre todas las cosas, lo humano que era.

Pero con el tiempo todo eso se fue esfumando. Tenía muchos inconvenientes en su trabajo, no se hablaba con sus padres y vivía diciendo que las cosas algún día iban a cambiar. El deseo de tener un hijo se convirtió en una necesidad, en un motor para reconstruir la pareja. Y así pasamos meses y años queriendo ser padres. Días de suspenso y momentos de consuelo mutuo.

Éramos inestables, como el clima en agosto. Un día nos besábamos con pasión, otros para recordar cuál era el sabor de nuestros labios. Dejamos de hacer el amor con frecuencia, lo que terminó por cansarme. Él estaba negado a reconocer su comportamiento poco afectuoso y yo estaba enferma de pasión, de ganas de tocarlo y hacerlo suspirar.

Habían pasado más de 10 años y nuestros cuerpos seguían sintiendo lo mismo. Tuve que decirle que necesitaba estar sola para pensar y entender por qué no quería seguir luchando por nuestro matrimonio.

Y así fue. Me mudé a un departamento pequeño que quedaba a 5 cuadras de la Avenida Cabildo. Él se quedó en la casa un par de meses. Después la vendimos y cada uno siguió por su lado.

Es el día de hoy que me pregunto por qué no me llamó más, por qué ni siquiera se despidió con un beso, por qué no me dijo que él también sufrió la separación.

Quizá lo que más me duele es que él no haya hecho nada para recomponer las cosas. Tal vez nunca sintió que tuvo culpa alguna en la separación, porque yo siempre asumí todas las responsabilidades.

Espero volver a verlo. Fue el amor de mi vida, el único hombre por el que daría una y otra vez mi vida. Y aún así, prefiero tenerlo lejos, para amarlo a la distancia, porque lo tuve mucho tiempo cerca y lo sentía tan frío que sólo quería que se fuera para poder extrañarlo y sentirlo mío. Pero no quiero que me olvide, no quiero que se vaya del todo.

- ¿Alguna vez pensaste en el olvido?
- ¿Hablás de olvidar a alguien?
- No.
- ¿Y, de qué estás hablando?
- De la soledad.

Uno comprende lo difícil que es la vida cuando deja de estar enamorado.

jueves, 26 de enero de 2012

Verte llegar

Era una tarde de verano, enero si mal no recuerdo. El poste de luz a punto de caer, la última nube a punto de desaparecer. El perro a mi lado, tirado con la panza llena y agitado por el calor. La dueña de la casa no paraba de limpiar, el patio, la cocina, los muebles del comedor, las alfombras de las habitaciones, el baño, las cortinas. El dueño no estaba. La casa era grande pero pocos la habitaban.

El perro y yo disfrutábamos de la música que transmitía la radio del pueblo. Mi estado de ánimo me provocaba dolor, no tenía ganas de hablar, comer ni rezar. Aunque la dueña de la casa me lo demandaba, sabía que en realidad no lo iba a hacer.

La tarde se fue y el perro se echó en el portón, lejos de mi mal humor. Comenzó a garuar y todos en la casa se disponían a preparar la cena. La lluvia regó el árbol y las plantas que tanto cuidaba la dueña de la casa. Después de comer, salí a mirar las estrellas pero no las encontré. Todos habían terminado con las tareas del hogar y el silencio que circulaba por el lugar me tiró en la cama y el cansancio hizo lo suyo durmiéndome.

Al día siguiente me levanté, corrí las cortinas y abrí la ventana de par en par. Alcé los brazos dejando salir un suave bostezo. La dueña de casa ya había comprado el pan, limpiado el patio y cortado el pasto. El calor sofocaba toda la tarde, por eso todas las tareas se hacía temprano. No recuerdo un día que en la casa se hayan levantado tarde, a eso de las 9, como yo lo hacía. Ellos madrugaban, comenzaban con los quehaceres a las 6 de la mañana.

Eran tiempos difíciles, me costaba salir al mundo y eso a la dueña de la casa no le gustaba. Me retaba y de vez en cuando me aconsejaba, pero no sabía como librarme de mi mala suerte.

Estaba solo, esperando la llegada del invierno. El perro nunca ladraba, siempre se echaba en la puerta y esperaba que el dueño de la casa le devolviera la felicidad. Todas las mañanas eran iguales, la dueña me despertaba para que ordenara los platos y vasos limpios que quedaron de la noche anterior, después se iba a regar sus hermosas rosas y el perro salía corriendo por miedo a ser mojado.

Para ese entonces ya me había enamorado de mil mujeres con mil miradas distintas. Eran tiempos difíciles y enamorarse era un tema serio, de pocas palabras y mucha pasión.

La dueña de la casa arreglaba los trajes, de los patrones de su hija, para tener unos pesos extras. Usaba polleras de colores, largas hasta los tobillos y cuando terminaba de limpiar toda la casa se quitaba las chinelas y andaba descalza. Tenía el pelo ondulado, corto hasta los hombros. Las canas mostraban que además de años tenía experiencia.

Cuando ella murió, el perro la acompañó tres días más tarde. Las hijas de la dueña de la casa se fueron a vivir a la capital, no soportaban su ausencia, ver sus objetos, sus rincones por limpiar, su olor, su enorme casa descuidada.

Yo preferí quedarme. Tenía que aguantar tanto abandono porque al fin y al cabo el dueño de la casa estaba próximo a llegar.

jueves, 13 de octubre de 2011

El oficio de vivir

No puedo dejar de recordar aquella frase que me llegó al corazón: "Cuando pierdes una oportunidad, ganas una lección".

Si la lección fuera reflexionar ante el error, estoy dispuesta a dar las gracias, a dejar de pensar en lo que pudo ser y no fue, porque cada paso que damos tiene que ser con nuestro consentimiento.

Ya lo dijo Paulo Coelho: "Deja de pensar en la vida y resuélvete vivirla".

En primer lugar, le quiero agradecer a las oportunidades perdidas, porque fueran ellas las que me obligaron a comprender que la palabra tarde tiene que desaparecer de mi vocabulario. No podemos dejar pasar aquello que nos hace sentir plenos, que nos cambia para bien, que nos convierte en una persona poderosamente feliz.

A las relaciones difíciles que nos enseñan a valorar el amor. Porque todos los sentimientos que uno deposita en una relación tarde o temprano confluyen al dolor de la perdida. Y siempre es preferible amar, porque es ahí donde se encuentra el significado de la vida.

Al engaño y a la mentira que te marcan como huella al cemento, que te decepcionan y te derrumban. Les agradezco porque ya no me resulta extraño, frustrante y netamente doloroso. Uno termina aprendiendo de aquello que hace mal, de todo lo que lastima, que cuesta superar, pero que finalmente afronta con aplomo.

A las buenas intenciones que no dan fruto, pero que terminan dejando lo esencial de cada persona: la solidaridad por el otro. No hay que ser sabio para entender que las cosas buenas sólo llegan cuando obramos con buena fe, con la única intención de dar amor por el simple hecho de sentirlo.

A los consejos que se manifiestan tarde y con un “yo te avisé”. Porque si bien uno ya sabe que cometió un error y no quiere que se lo recuerden, merece ser castigado con un argumento más sustentable y acorde al desacierto. Todo para no volver a caer en la misma equivocación.

Al orgullo que me llenó de poder, pero no de libertad. Oculté mis sentimientos, llene los buenos momentos de excusas y disfruté de la vida con límites. Comprendí tarde que el orgullo está vacío de sentimientos.

A la espera, al olvido, a los recuerdos, que me obligaron a recordar con nostalgia los momentos vividos, a soñar con un mañana mejor, a esperar que tarde o temprano suceda y no quede en el olvido. Porque nunca perdí las esperanzas.

Y al final, al amor que te sostiene, te enamora, te apasiona. Dicen que el amor es ciego. También dicen que uno tiene que amar con todo el cuerpo, con todos los sentidos, con todos los estados de ánimos y con todo el corazón. Y claro, ahora entiendo porqué uno termina por cansarse, angustiarse y lastimarse.

Gracias a todas esas cosas “malas”, no tan buenas, escasas, aprendí que uno puede esperar siempre lo mejor, pero nunca debe aferrarse a ellas porque caerá al precipicio del olvido. Uno tiene que saber que todo pasa por algo y que no tiene que encontrar la repuesta o justificación de por qué es bueno o malo. Simplemente tiene que vivir.

"Hay que saber perder con clase y vencer con osadía, porque el mundo pertenece a quienes se atreven", Charles Chaplin.

sábado, 24 de septiembre de 2011

La triste sonrisa

Sentí el calor de sus manos. Tapó mis ojos y me dijo al oído “hay cosas que no se pueden explicar”.
Nunca antes lo había dicho. Traté de recordar cuáles fueron sus últimas palabras de felicidad, pero fue inútil. Hacía tiempo que ya no creía en los milagros, se resigno, no quiso sufrir, no quiso luchar.

-“No digas que me rendí. Por más que así sea, no lo digas”.
Toqué sus finos dedos y en mi rostro se dibujo una sonrisa. Mostré los dientes como nunca antes. Estaba feliz y al mismo tiempo triste. Ella había vuelto, no para quedarse, sino para despedirse.

Temblé, lloré por dentro, fingí estar pleno. "Es inevitable. Ni tú ni yo podemos salvarlo”. Quise responder, pero no pude. Me sentí un cobarde, un tonto víctima de la esperanza. Sólo pude decir: “Siempre se puede hacer algo, hasta en lo peores casos se puede”. Y éste era el peor, sin excepción.

Sentí cómo la sangre circulaba por mis venas, un escalofrío recorrió mi frente y mis manos. Comencé a sudar, a desvanecerme con el simple hecho de pensar que dejaría su hogar para ir en busca de otro. Había esperado tanto ese momento, verla por última vez, saber cómo estaba, si me extrañaba. “Quedate un segundo, necesito tenerte cerca”, dije con tono desesperado. Sabía que no dependía de ella, pero necesitaba decírselo.

- “Esto es lo mejor, ya no habrá más dolor. Nada nos va a separar”.

Su voz era dulce y suave. “Quiero que me olvides, que pienses en tí, en tu felicidad. Yo estaré bien”. Con sus palabras quería engañarme para que no sufriera. Pero como ella mismo me dijo “es inevitable”.
El día había llegado y yo no estaba preparado para afrontar ningún reto, menos para tomar decisión alguna que me condenara al desamor. Los primeros fueron días de intensa lucha, de un dar sin recibir nada bueno a cambio. Agotamos todas nuestras fuerzas, pero yo no perdía las esperanzas de que un milagro sucediera.

Ella sabía que me estaba condenando al olvido, a vivir sin amor, a sentir sólo el dolor de la pérdida. ¿Cómo se explica tanto sufrimiento? ¿Cómo se hace para sacar los recuerdos del corazón?

Yo estaba dolorosamente lastimado, tenía el corazón vacío por culpa del abandono. ¿Quién me dará el abrazo más sincero y fuerte? ¿Cuánto tiempo me llevaría aprender a vivir solo?

Pero ni ella ni yo teníamos las respuestas. Yo había sentido por primera vez el dolor del silencio, las penas del recuerdo y la intensas ganas de tenerla conmigo.

- “Tienes que dejar de aferrarte a los recuerdos”, me dijo.
- “No puedo... Aquí me quedaré”.

- “No te engañes más, ya no te mientes. Tú mejor que nadie sabes que me iré para siempre”.

- "Lo sé, pero vivirás en mi corazón por el resto de mis días. Será difícil no amarte".


- "Tus días son millones de estrellas encendidas en busca de felicidad... No dejes que se apaguen".

- "Me duele perderte".

- "A mí también".

lunes, 18 de julio de 2011

“Uno puede estar solo mientras alguien lo acaricia”

Yo la esperaba en el bar Los Sueños Compartidos, ella corría con sus tacos altos para alcanzar el subte y no llegar tarde. Castaño su pelo y sus ojos, con las piernas más enteras que jamás haya visto y podido comparar. Era una chica algo dura, pero sensible, de rostro provocativo.

Una cuadra antes de llegar al bar, se soltaba el pelo, acomodaba el cuello de su camisa, su falda y su pañuelo rojo, se pintaba los labios y se ponía el perfume de los jazmines recién cortados que tanto me gustaba. Todo lo hacía sin que yo lo supiera, para parecer más natural y hermosa de lo que ya era.

Trabajaba en una empresa que fabricaba todo tipo de frascos, de plástico y de vidrios. Era la recepcionista del lugar, la cara visible para amar y odiar, para insultar y halagar, la única mujer que deslumbraba a los clientes.

Vivía con sus padres y dos hermanos en Almagro. Estudiaba medicina y hacía cursos de inglés y francés. Se vestía como una señora de 30, pero tenía 23.

La conocí en el bar Los Sueños Compartidos. Ella estaba sentada leyendo Una sombra ya pronto serás. En la mesa de al lado, un pareja con las manos entrelazadas sobre la mesa, se juraba amor eterno. En la otra estaba yo, con el diario en la mano y los ojos en su figura.

Le pregunté la hora y la felicité por la elección del libro. Ella sonrió y me dijo que eran las cinco y cuarto. Su voz era tan fuerte que me estremecí, no supe qué decir. Le pedí permiso para sentarme a su lado, ella no lo pensó y, detrás de su libro, asentó con su cabeza. Cuando cerró el libro, lo guardó en su cartera, y me dijo que sólo se quedaría 15 minutos más, porque tenía compromisos pendientes.

Victima de los halagos y la envidia, con un cuerpo esbelto y encantador. No merecía ser de uno, sino de todos, como lo son los sueños. Tuvo amores casuales, compartidos y efímeros. No le conocí un novio, aunque una vez me dijo: “Uno puede estar solo mientras alguien lo acaricia”.

En el bar, solíamos hablar de los poemas de Borges, de las letras sufridas de los cantantes ingleses, de las novelas sublimes de Soriano, de los colores del Surrealismo, de todo lo que el arte nos brindaba por ese entonces.

Eran dos horas que se terminaban siempre cuando más queríamos quedarnos. Hicimos lo único que justificaba nuestras vidas. Con el paso del tiempo, de los cafés, de las charlas, nos dimos cuenta que ninguno podía hacer nada sin el otro.

Nunca nos dimos un beso, ni siquiera cuando se lo pedí. Preferimos vernos y charlar, imaginar cómo seríamos en distintos ámbitos de la vida y soñar con la fantasía de romper, algún día, esa barrera y probar el dulce pecado de la pasión, porque el del amor lo vencimos sin saberlo.

Ella se iba a la facultad a las 6 de la tarde, yo, en cambio, regresaba a casa con mi mujer y mis dos hijos. Dos realidades distintas, dos vidas limitadas al amor, dos personas con temor a ser lastimadas.

Podría asegurar, hoy, aquí, ante todos, que ella, sin dudas, fue la mujer más importante en mi vida. Las cejas gruesas y largas, tenían la medida justa, formaban una curva perfecta sobre sus ojos claros. Me gustaba su risa, sus ganas de crecer y vivir, algo que con los años no pude lograr. Lo seguro ya no tiene misterio, ella sí lo tenía.

La última vez que la vi me dijo: “Cuando uno tiene un solo motivo para vivir, y ese motivo desaparece, siente que está de más”.

sábado, 25 de junio de 2011

El amor después del olvido

Hay una frase de Julio Cortázar que él me decía: Siempre fuiste mi espejo. Para mirarme, tuve primero que mirarte. Muy pocas cosas recordaba, y esas palabras tan sentidas y bellas, me llenaban el corazón".

Ella recuerda con lujo de detalles aquel 17 de marzo. “Me citó en un parque que hoy ya no existe. Cuando llegué lo vi de traje, me pareció raro, pero jamás se me cruzó por la cabeza que me iba a ofrecer casamiento. Se arrodilló y me dijo: “Mi querida Sandra, ¿aceptas casarte conmigo?”. Yo me quedé dura y muda. Le dije que sí con lágrimas en los ojos”.
Fueron padres un año más tarde. Primero un nene, luego una nena. Educaron a sus hijos con la mejor enseñanza y se desvivieron por cumplir cada uno de sus deseos. Continuaron construyendo el amor que siempre los caracterizó. Eran dos adolescentes que se amaban en cualquier lugar.
“Teníamos una complicidad que lo podía todo”.
Trabajaron muy duro para comprarse una casita en el barrio de Colegiales. Se privaron de vacaciones y de los lujos innecesarios.
“Fue duro, pero no nos importó. Sabíamos que si poníamos un poco cada uno, lo íbamos a conseguir antes de lo pensado. Y así fue”.
Todo lo hacía juntos, iban a hacer las compras, llevaban a los chicos al colegio, compartían los domingos de misa, salían a caminar todas las mañana. Eran inseparables.

Los años comenzaron a pasar con una frecuencia desmedida. Los chicos crecieron, se casaron y se fueron de la casita de Colegiales. Ellos se quedaron solos. Ella más enamorada que nunca, él un poco más reticente. Tiempo más tarde, el alzheimer les robaría el amor.
“Cuando él se olvidó del nombre de sus hijos y de sus películas favoritas, supe que de mí también se olvidaría. Pero tardó en desprenderse de sus sentimientos”.
Habla de la perdida progresiva de la memoria de su marido con seriedad y cariño, una mezcla que surge de la comprensión.
“Sufrís cuando ya no te reconoce. El proceso del olvido no es la resignación, es el recuerdo. Volvés al pasado y revivís cada uno de los momentos más felices de tu vida. Lo hacés para no llorar, para inmortalizar ese momento”.
Ella utiliza palabras desgarradoras, sensibles, llenas de emoción. Suspira en cada recuerdo, está cansada y le pesan los años. Sin embargo, no se detiene a pensar, a sentir, a llorar. Lo prefiere así, lo necesita así.

Junto a su libro La memoria está en los besos, permanece en silencio. Cuando lo termina de leer lo aferra contra su pecho, dejando la tapa al descubierto para que todos aprecien que lo que lleva entre sus brazos, más que un libro, es su salvación.

No se resignó, no, tampoco se dio por vencida, simplemente vive del pasado, de los recuerdo, y se refugia en otro tiempo. “Aprendí a ver más allá de mi horizonte”, repite con la voz entrecortada.

Hoy él ya no está, aunque para ella dejó de existir el verano pasado, cuando le preguntaba quién era él, ellos y ella, cuando no la miraba a los ojos, tomaba su mano y le pedía un beso. Él se fue y se llevó años de felicidad y dolor, de dedicación y nostalgia, de amor y olvido, de tristeza y melancolía.
“Mis hijos me dicen que done su ropa, sus libros, sus objetos personales, pero yo no puedo. Tengo que conservar todo lo que le pertenecía”.
En la casita de Colegiales sólo quedan plantas, libros, diarios viejos y un sin fin de cosas que ella no tira por miedo a perder los últimos recuerdos del amor de toda su vida.

Jamás dudé de su amor. Él no se acordaba de mí, eso pasaba en su cabeza, pero nadie pudo borrar ese sentimiento de su corazón. Por eso digo que él no me olvidó”.

jueves, 19 de mayo de 2011

Emily: "Tengo la peste del insomnio"

¿Tres deseos? Dejame ver... Tener sueños, eso pediría. Quiero soñar más seguido- Ella se define como un personaje atípico. Dice que no le teme a la muerte, que su vida está llena de sorpresas y disparates, que no entiende de frustraciones ni miedos, porque sólo le interesa disfrutar de cada momento como si fuera el último.

Su pelo castaño oscuro, sus ojos negros y su nariz pequeña le dan a su cara un estilo definido y envidiable. - Algunos me dicen que soy una gitana-.

Vive con sus dos hermanos, Eric y Matilda, en una casa de Floresta. Tiene 27 años, un perro al que apodó “Desastre” y una gata, “Duquesa”. Sus padres viven en Estados Unidos. Llegó a Buenos Aires a los 23.

- Nací acá, nos fuimos a vivir a New York cuando yo tenía 8 años. Pasé toda mi adolescencia allá y cuando terminé de estudiar les dije a mis papás que quería venir a Buenos Aires-.

Sus padres, Robert y Alexandra, al principio se negaron, pero terminaron aceptando porque su hija era una joven rebelde, terca y obstinada. -Vine a estudiar algo, no sabía muy bien qué carrera quería seguir. Todo me decía que acá estaba mi futuro- Comenta mientras se distrae con el celular.

Es traductora los fines de semana, de lunes a viernes trabaja en un colegio de Belgrano. -Me encargo de la biblioteca. Pasó las 6 horas más lindas de mi vida. Vivo entre el aroma de los libros viejos y el silencio de los escritores-.

Habla de todo, no sabe lo que es la timidez ni el pudor. Se define como la mujer más valiente, sincera y realista. Ama a los animales, a las plantas y a los bebés. Dice que hacer el ridículo no existe, que no entiende a las personas con problemas de inferioridad y que no le convencen los hombres que sonríen todo el día.

Es alta, flaca, de piel bronceada, ojos grandes y mirada profunda. Observadora, interesada en la filosofía, la historia del arte y las nuevas tendencias tecnológicas.

Amante de los mates, los bizcochitos y el lemon pie. Escucha The Crush, Pink Floyd, Metallica y a otros no tan conocidos. Su debilidad son los hombres altos, como ella, con buena dentadura. -No lo puedo evitar, lo primero que miro son los dientes-.

Está soltera, lleva dos años sin pareja. Recuerda todos los días a Manuel, su ex novio.-Fue el hombre más importante de mi vida. Él me enseñó a ver las cosas de manera positiva. Lo quise y lo quiero, es algo que lo llevo muy adentro-.

Sus problemas de insomnio comenzaron cuando dejó de verlo. Se distanciaron porque él le fue infiel y ella también. En sus 6 años de relación se pelearon más de 10 veces, pero siempre volvieron. No fue así la última vez, cuando se desearon una muerte lenta y dolorosa.

-El día que se terminó todo yo me mudé. Vivía con él en su departamento y me fui a lo de mis hermanos, que viven acá desde el 2008. No sé si es la casa o si soy yo, o si extraño dormir con él-

-Lo único que sé es que tengo la peste del insomnio. Me cuesta dormir de noche, y más me cuesta levantarme de día-.

-Traté de encontrarle un significado, pero el insomnio no lo tiene. Tampoco sé si tiene cura porque probé de todo y nada dio resultado. Seguiré dando vueltas en la cama, mirando la tele hasta las cuatro de mañana, levantándome a hacer algo para entretenerme y viviendo dormida-.

Necesita dormir porque se siente cansada, está agotada y su cuerpo se lo hace saber. Quiere soñar, tener algo con qué engañar a su insomnio.

-Cuando llega la noche me tomo el té de tilo que me recomendó mi amiga, Luz, leo un poco, prendo el televisor o enciendo el radiograbador. Hago todo con tanta rigurosidad y no logro dormir. Será cuestión de relajarme, pensar en otra cosa o dormir de día-.

-Nunca me olvido lo que me dijo un viejo amigo de mi papá: “Los seres humanos aprendemos con facilidad la mayoría de las cosas. Algo que jamás aprenderemos es a dormir bien”. Es así, por más intento y rebusque que le de al tema del insomnio no le voy a encontrar la vuelta ¿Viviré así toda la vida?

Se lo toma con humor. Se ríe al contarlo y se tapa cara cuando cree que está exagerando.

-Me voy a comprar otra cama y si con eso no funciona me mudo... Pará, también puedo probar con el psicoanálisis, ahí seguro que sale que mi problema está en el pasado vivido con Manu-.

Quizás su “problema”, como ella bien lo define, esté en que sigue aferrada a un amor que ya no tiene y que espera que regrese. O tal vez no tenga que ver con eso.

-Puede que tengas razón, eso lo voy a averiguar. Por ahora sólo puedo decir que éste es un mal que con el tiempo te empieza a destruir. Yo no se lo deseo a nadie-.

Otra solución sería volver con Manuel, pero él ya tiene con quién compartir sus horas de desvelo y también sus sueños. Mientras que ella, con su cama huérfana de compañía, transita la vida dormida.