jueves, 26 de enero de 2012

Verte llegar

Era una tarde de verano, enero si mal no recuerdo. El poste de luz a punto de caer, la última nube a punto de desaparecer. El perro a mi lado, tirado con la panza llena y agitado por el calor. La dueña de la casa no paraba de limpiar, el patio, la cocina, los muebles del comedor, las alfombras de las habitaciones, el baño, las cortinas. El dueño no estaba. La casa era grande pero pocos la habitaban.

El perro y yo disfrutábamos de la música que transmitía la radio del pueblo. Mi estado de ánimo me provocaba dolor, no tenía ganas de hablar, comer ni rezar. Aunque la dueña de la casa me lo demandaba, sabía que en realidad no lo iba a hacer.

La tarde se fue y el perro se echó en el portón, lejos de mi mal humor. Comenzó a garuar y todos en la casa se disponían a preparar la cena. La lluvia regó el árbol y las plantas que tanto cuidaba la dueña de la casa. Después de comer, salí a mirar las estrellas pero no las encontré. Todos habían terminado con las tareas del hogar y el silencio que circulaba por el lugar me tiró en la cama y el cansancio hizo lo suyo durmiéndome.

Al día siguiente me levanté, corrí las cortinas y abrí la ventana de par en par. Alcé los brazos dejando salir un suave bostezo. La dueña de casa ya había comprado el pan, limpiado el patio y cortado el pasto. El calor sofocaba toda la tarde, por eso todas las tareas se hacía temprano. No recuerdo un día que en la casa se hayan levantado tarde, a eso de las 9, como yo lo hacía. Ellos madrugaban, comenzaban con los quehaceres a las 6 de la mañana.

Eran tiempos difíciles, me costaba salir al mundo y eso a la dueña de la casa no le gustaba. Me retaba y de vez en cuando me aconsejaba, pero no sabía como librarme de mi mala suerte.

Estaba solo, esperando la llegada del invierno. El perro nunca ladraba, siempre se echaba en la puerta y esperaba que el dueño de la casa le devolviera la felicidad. Todas las mañanas eran iguales, la dueña me despertaba para que ordenara los platos y vasos limpios que quedaron de la noche anterior, después se iba a regar sus hermosas rosas y el perro salía corriendo por miedo a ser mojado.

Para ese entonces ya me había enamorado de mil mujeres con mil miradas distintas. Eran tiempos difíciles y enamorarse era un tema serio, de pocas palabras y mucha pasión.

La dueña de la casa arreglaba los trajes, de los patrones de su hija, para tener unos pesos extras. Usaba polleras de colores, largas hasta los tobillos y cuando terminaba de limpiar toda la casa se quitaba las chinelas y andaba descalza. Tenía el pelo ondulado, corto hasta los hombros. Las canas mostraban que además de años tenía experiencia.

Cuando ella murió, el perro la acompañó tres días más tarde. Las hijas de la dueña de la casa se fueron a vivir a la capital, no soportaban su ausencia, ver sus objetos, sus rincones por limpiar, su olor, su enorme casa descuidada.

Yo preferí quedarme. Tenía que aguantar tanto abandono porque al fin y al cabo el dueño de la casa estaba próximo a llegar.

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