miércoles, 9 de febrero de 2011

Incondicionalmente

Eran las diez de la noche y la fiesta en la casa de mi mejor amigo comenzaba a tomar forma y yo no podía llegar a horario. Ser impuntual se había convertido en un defecto que me difamaba en cada encuentro.

Habíamos acordado que yo llevaría las bebidas para preparar unos tragos y exhibir mis dotes de barman. Tuve un inconveniente justo cuando estaba por subir al taxi. La caja en la que llevaba las botellas se rompió por culpa del exceso de peso que no había tenido en cuenta.
Eso no impedía que no asistiera a la fiesta, lo podía hacer, llegaba a la casa de mi amigo y le explicaba lo que me pasó. Él me hubiese perdonado por el retraso y todo seguiría igual que antes.
Pero el problema era que el mal humor que yo tenía no me permitía poner otra cara. Mis gestos y contestaciones iban a ser muy desagradables.
Dejé que el taxi se fuera y me senté en el cordón de la vereda a pensar qué iba a hacer . Llevaba más de una hora de retraso y las ganas empezaban a disminuir.
Levanté el desastre que provoqué y lo llevé adentro de mi casa. Me senté en el sillón a esperar un llamado alentador o de preocupación. Quería que me preguntaran ¿A dónde estás? ¿Te pasó algo? ¿Estás bien? Pero eso nunca sucedió.

Tomé el teléfono y llamé a mi amigo. Sonaba, sonaba y nadie atendía. Marqué varias veces su número hasta que me cansé de esperar a que del otro lado se dignaran a contestar.
Me ganó la desesperación. Agarré las llaves, un poco de plata que guardaba para algún momento especial, este lo ameritaba, y salí a la calle decidido a festejar con mi amigo sus 30 años de vida.
Al ver que no venía ningún taxi, caminé un par de cuadras hasta la parada del único colectivo que me dejaba cerca. Mientras lo esperaba miraba si venía un auto, una moto, un medio de transporte que me acercara al lugar.
Del bolsillo de mi pantalón saqué un papel con un anuncio de un centro de espiritualidad. Leí en voz baja: “Buscando el bien de nuestros semejantes, encontramos el nuestro”.
Algo me molestaba y no me dejaba respirar. No era muy común estar enojado y sin ganas de insultar, molestar o agredir a alguien. La imagen de mi amigo un tanto triste y enojado, por mi ausencia, me ponía mal. ¿Cómo le iba a explicar todo lo que estaba viviendo esa noche?
Pensé en volver a casa y dejar las explicaciones y las disculpas para mañana, pero eso sería rendirme y fallarle a mi mejor amigo.
Él, el que me vio crecer, el que me acompañó cuando mi papá me abandonó, el que me aconsejó cuando me estaba fijando en la persona equivocada, el que me ayudó a conquistar a más de una chica, el hermano que nunca tuve. ¡A él no le podía fallar!
Caminé muchísimas cuadras y después de cuatro horas de espera pude llegar a la casa de mi amigo. Al verlo rodeado de regalos recordé que el mío había quedado en la mesa. Pero a mi amigo, como a un verdadero amigo, poco le importa lo materia, si tiene algo más preciado: la amistad.

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