sábado, 25 de junio de 2011

El amor después del olvido

Hay una frase de Julio Cortázar que él me decía: Siempre fuiste mi espejo. Para mirarme, tuve primero que mirarte. Muy pocas cosas recordaba, y esas palabras tan sentidas y bellas, me llenaban el corazón".

Ella recuerda con lujo de detalles aquel 17 de marzo. “Me citó en un parque que hoy ya no existe. Cuando llegué lo vi de traje, me pareció raro, pero jamás se me cruzó por la cabeza que me iba a ofrecer casamiento. Se arrodilló y me dijo: “Mi querida Sandra, ¿aceptas casarte conmigo?”. Yo me quedé dura y muda. Le dije que sí con lágrimas en los ojos”.
Fueron padres un año más tarde. Primero un nene, luego una nena. Educaron a sus hijos con la mejor enseñanza y se desvivieron por cumplir cada uno de sus deseos. Continuaron construyendo el amor que siempre los caracterizó. Eran dos adolescentes que se amaban en cualquier lugar.
“Teníamos una complicidad que lo podía todo”.
Trabajaron muy duro para comprarse una casita en el barrio de Colegiales. Se privaron de vacaciones y de los lujos innecesarios.
“Fue duro, pero no nos importó. Sabíamos que si poníamos un poco cada uno, lo íbamos a conseguir antes de lo pensado. Y así fue”.
Todo lo hacía juntos, iban a hacer las compras, llevaban a los chicos al colegio, compartían los domingos de misa, salían a caminar todas las mañana. Eran inseparables.

Los años comenzaron a pasar con una frecuencia desmedida. Los chicos crecieron, se casaron y se fueron de la casita de Colegiales. Ellos se quedaron solos. Ella más enamorada que nunca, él un poco más reticente. Tiempo más tarde, el alzheimer les robaría el amor.
“Cuando él se olvidó del nombre de sus hijos y de sus películas favoritas, supe que de mí también se olvidaría. Pero tardó en desprenderse de sus sentimientos”.
Habla de la perdida progresiva de la memoria de su marido con seriedad y cariño, una mezcla que surge de la comprensión.
“Sufrís cuando ya no te reconoce. El proceso del olvido no es la resignación, es el recuerdo. Volvés al pasado y revivís cada uno de los momentos más felices de tu vida. Lo hacés para no llorar, para inmortalizar ese momento”.
Ella utiliza palabras desgarradoras, sensibles, llenas de emoción. Suspira en cada recuerdo, está cansada y le pesan los años. Sin embargo, no se detiene a pensar, a sentir, a llorar. Lo prefiere así, lo necesita así.

Junto a su libro La memoria está en los besos, permanece en silencio. Cuando lo termina de leer lo aferra contra su pecho, dejando la tapa al descubierto para que todos aprecien que lo que lleva entre sus brazos, más que un libro, es su salvación.

No se resignó, no, tampoco se dio por vencida, simplemente vive del pasado, de los recuerdo, y se refugia en otro tiempo. “Aprendí a ver más allá de mi horizonte”, repite con la voz entrecortada.

Hoy él ya no está, aunque para ella dejó de existir el verano pasado, cuando le preguntaba quién era él, ellos y ella, cuando no la miraba a los ojos, tomaba su mano y le pedía un beso. Él se fue y se llevó años de felicidad y dolor, de dedicación y nostalgia, de amor y olvido, de tristeza y melancolía.
“Mis hijos me dicen que done su ropa, sus libros, sus objetos personales, pero yo no puedo. Tengo que conservar todo lo que le pertenecía”.
En la casita de Colegiales sólo quedan plantas, libros, diarios viejos y un sin fin de cosas que ella no tira por miedo a perder los últimos recuerdos del amor de toda su vida.

Jamás dudé de su amor. Él no se acordaba de mí, eso pasaba en su cabeza, pero nadie pudo borrar ese sentimiento de su corazón. Por eso digo que él no me olvidó”.

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