martes, 5 de octubre de 2010

Promesa

El viaje por momentos se tornaba insoportable. Habían hablado del tema más de una vez y él, como las veces anteriores, prometió que no lo iba a hacer más.
Decidieron regresar. Se sentaron juntos, pero no se hablaron en todo el trayecto. Parecían dos extraños. Ambos irreconocibles. Él era un hombre alto, rubio, de mirada clara. Su acompañante: una joven esbelta, con rasgos regulares, ojos pardos-verdosos, cabello castaño y una boca seductora.
El verano pasado ella le dijo al oído, en medio de un recital, que no le mintiera porque siempre es mejor saber la verdad aunque después se le nublara el panorama. Sentía que algo malo estaba pasando, que le ocultaba más que una mentira.
Él tiene alrededor de 30 años. Ella apenas 17. Soltera, feminista conciliadora que criticaba a las mujeres débiles y tramposas; no tenía amigas, hermanos ni mascotas. Hija única, consentida, caprichosa y muy demandante.
No se sabía muy bien cómo y cuándo se conocieron. Estaban juntos por puras convicciones y los años de aventuras se perdieron como así también las mañanas de risas y comprensión.
Ya no les servía contemplar el horizonte montados en una bicicleta. Creían en el amor que se tenían, pero fueron dos presos de un impulso que sólo buscaba contención y un poco de cariño. Ella lo culpaba y le decía: “Fuimos a parar a la hiriente y absurda actitud de defender el orgullo y perdimos el valor por la humildad… Fuimos, eso nos pasó”.
Con frecuencia le sugería que dejara de hacerlo y él le volvía a prometer lo mismo de siempre. Pero un día, a meses de terminar la travesía, no prometió nada y planificó todo para que las palabras de ella se desvanecieran en el camino.
“Si lo hiciste me lo tenés que prometer…”, le reprochaba mientras lloraba de la impotencia que le daba verse en el horizonte sola y sin una promesa.

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