jueves, 4 de marzo de 2010

La vida misma (Primera parte)

El 14 de julio llegó el diagnóstico preciso. Lo que hasta entonces había sido una bronquitis severa se convirtió en la puerta de entrada a un laberinto del que sólo se podía salir luchando. El médico se lo comunicó en pocas palabras: tumor maligno alojado en un pulmón.
Desde ese día, todo dejó de ser feliz. Lo que en su momento fue una pequeña enfermedad, se convirtió en un desafío terminal.
Estar vivo para él era una decisión previa, muy anterior a cualquier diagnóstico y para demostrarlo hizo un esfuerzo dejando de lado ese hábito de fumar, aunque la adicción estaba tan arraigada que lo obligaba a tener entre los dientes un puro apagado, como un modesto consuelo.
Estuvo meses sin fumar, hasta que la costumbre volvió una noche, sin compañía y casi sin darse cuenta, abrió un atado de cigarrillos y sacó un puro, lo tomó con tanta fuerza, lo encendió y sintió el placer del adicto reincidente.
La lucha había comenzado, pero él no se había dado cuenta. Su cuerpo, ya cansado de tanto dolor, no respondía. Él se dejó estar, no sentía motivación alguna para seguir adelante. Ni la vida, ni la muerte, nada era importante.
Desde que recibió aquel diagnóstico, la palabra cáncer se había convertido en su peor enemigo. No podía parar de preguntarse cómo lo podía vencer.
Cada vez que los molestos derivados del tratamiento atormentaban su cuerpo, encima lacerado, por una extrema sensibilidad al dolor físico, llegaba otra inquietud y la pregunta era ¿vencer para qué?

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