martes, 9 de marzo de 2010

La vida misma (Segunda parte)

Después de seis meses y siete días de disciplina y encierro, los médicos lo autorizaron a hacer un viaje. El mes de enero y el buen tiempo indicaban que la costa lo recibiría con una excelente temporada. Sabía que a la vuelta lo esperaba la operación con más desafíos.

No lo dudo, agarró su Citroën y se fue una semana a Mar del Plata. Puso en marcha una serie de cambios. Quería modificar todo lo que no le hacía bien y le generaba inseguridad.

Uno de los cambios, el más molesto, era sentirse solo. Creía que viajando, conociendo personas, dejando atrás el sabor de la gran cuidad y los problemas, podía conocer a alguien o al menos, apaciguar tanta soledad.

Se levantaba muy temprano, desayunaba y salía a recorrer las calles, no se quería perder un minuto del día. Saludaba a las personas como si las conociera. Almorzaba en un barcito llamado El Descanso. Se había hecho habitué del lugar y al tercer día, los meseros sabían lo que iba a ordenar. Estaba claro que no quería sentirse solo y buscaba compañía.

Otro cambio, quizás el más sentimental de todos, era tener amores no correspondidos. Pasó gran parte de sus vacaciones pensando y meditando en sus amores, en las mujeres que quiso, en las que amó, en las que sólo quisieron su pasión y en las que dejaron una huella en su corazón. Todas llegaron en algún momento de su vida y se fueron sin avisar.

Recuerda que cuando era joven disfrutaba de lo efímero, le encantaba sentirse libre y sólo quería vivir momentos de felicidad. Pero los años pasaron, el cáncer se apoderó de su cuerpo y ya no quería más lo fugaz. Soñaba y luchaba por conseguir lo constante.

Fue un sobreviviente que no tuvo más remedio que conformarse con lo poco que le podían dar. Sentía que la vida pasó y no la vivió. Muchas veces, cuando llegaban esos momentos constantes, se asustaba porque se sentía presionado y se alejaba para no tener problemas.

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